jueves, 14 de junio de 2007
Abre los ojos
Una pick up Toyota, sin cristales ni matrícula, vino a buscarme a la caída de la tarde a Bahai, la última ciudad de El Chad, antes de entrar en Darfur. Para no ocasionar problemas a los voluntarios de la ONG que me hospedan, se detuvo a un centenar de metros, ante la barraca que hace las veces de oficina de la policía. En el coche está Otman, el conductor, muy joven. Y, en la plataforma trasera, cuatro hombres armados, encaramados entre sacos de pan y encapuchados con turbantes descoloridos. Hay un quinto hombre, su comandante, que habla algunas palabras de inglés.
Sin preámbulo alguno, en medio de la oscuridad, el hombre me tiende su teléfono por satélite thuraya. Al otro lado de la línea, Abdul Wahid Al Nour, el presidente del Ejército de Liberación de Sudán (ELS), con el que estoy en contacto desde París. Se trata de uno de los dos ejércitos rebeldes que hace un año rechazó los acuerdos de paz de Abuja.
«Perdone por el retraso», comienza con una voz casi inaudible por el eco de la tempestad de arena que descarga con fuerza desde la mañana, «pero nuestros teléfonos están intervenidos. El corredor que habíamos previsto para su paso lo cortaron ayer con una columna de 4.000 yanyauid. Tuvimos que trazar otro. ¿Entiende?».
Claro que entiendo. Y entiendo también que andan cerca los temibles yanyauid, los milicianos a caballo del régimen islamista de Jartum, que siembran el terror también en esta zona. Una zona que en N'Djamena me habían dicho que controlaba la guerrilla. Así es de fiable por aquí la información.
Antes de salir, nos detenemos ante una choza de barro donde están almacenados galones de gasolina que unos niños cargan en la pick up. Otra parada, siempre del lado chadiano, en una casa, donde cogemos mantas. Y nos lanzamos hacia Sudán, hacia la provincia de Darfur, a menudo con los faros apagados, por un desierto de guijarros, baches, arena endurecida por las heladas y árboles caídos, que Otman sortea con un volantazo.
'Le riñen porque ha gastado una bala'
Hace frío y la pick up se mueve como una tartana. Me turno con el fotógrafo, Alexis Duclos, en el asiento delantero, al lado del conductor, desde donde se ve mejor lo que puede adivinarse de la pista. En la parte trasera, los hombres fuman o duermen, con los kalashnikov entre las rodillas. De vez en cuando, uno de ellos, sin razón aparente, se levanta y se queda quieto y vigilante. Otro le dispara a un antílope y los demás le regañan, porque ha gastado una bala.
Una vez que se ha calmado la tempestad y que vuelve a salir la luna, se ven las primeras huellas de las aldeas quemadas, que la tierra ha comenzado ya a tragar. Círculos de hollín negro... Montones de ramas y espinos arrojados sobre los cadáveres como humildes mausoleos... Éstas son las únicas huellas de presencia humana en esta tierra desolada. Como si en esta parte de Darfur se hubiese ya conseguido esa limpieza étnica que es el nudo de la cuestión que enfrenta a los caballeros árabes con las tribus negras Zagawha, Tunjour y Fur.
Hubo un tiempo en que las guerras se hacían desde un lado y otro de la línea de frente. Con un enemigo claramente identificado, escaramuzas y un territorio a conquistar o defender. Después, vinieron las guerrillas que se adueñaban del campo, mientras los gobiernos se concentraban en las ciudades y en los grandes ejes.
En este Darfur que estoy descubriendo, no hay ciudades. Ni ejes. Ni siquiera hay chekpoints que indiquen en qué zona se encuentra uno. Sólo el desierto. Sólo ejércitos fantasmas que se rozan y se evitan.
Comenzando por nuestra unidad que, aproximadamente cada media hora, hace un alto. Y Otman conecta su thuraya, despliega su pequeña antena y busca el satélite como un brujo busca los pozos de agua. Cuando lo consigue, entabla una corta conversación con unos exploradores invisibles. Y, según lo que le digan, según la presencia o no de los yanyauid o, en la zona de Jebel Moun, de los soldados del JEM (el movimiento guerrillero rival), sigue adelante o vuelve, coge una ruta oblicua a la que traíamos o se detiene del todo.
400 kilómetros en 14 horas
En este último caso, los hombres se bajan, extienden una esterilla sobre los guijarros y se duermen, a la espera de que una nueva llamada les diga que el peligro ha pasado. De esta forma rodamos durante 14 horas el equivalente a unos 400 kilómetros.
Al día siguiente, llegamos a Amarai, donde nos acoge rodeado de Sabios de batas blancas un delgado personaje vestido con un anorak y un pantalón militar. Es el jefe político de la zona, Mustafá Adam Ahmadai, también llamado Rocco, su alias en la época en que era un oficial de alto rango de los servicios de Inteligencia de Sudán. Pero eso era antes de la guerra.
Amarai es una zona liberada, en la que se reagruparon los supervivientes de las masacres de las aldeas vecinas. El escenario es siempre el mismo y calca al de los refugiados que vi, con François Zimeray y la misión francesa Urgence-Darfur, los días anteriores en los campos chadianos de Goz Beida.
Los yanyauid llegan generalmente al alba. Arrojan antorchas encendidas a las tiendas y, a mazazos, rompen los grandes recipientes de tierra cocida, que esparcen por el suelo su tesoro de mijo o de sorgo, que pronto comienza a arder. Dan vueltas en torno a las hogueras, con gritos terribles. Arrancan a los niños de los brazos de sus madres, para arrojarlos vivos a las hogueras. Violan a las mujeres, las maltratan y les abren el vientre. Por último, reúnen a los hombres y los ametrallan.
Y, cuando todo se ha quemado, cuando de la aldea sólo quedan unas ruinas esparcidas y humeantes, reagrupan a los animales atemorizados y se los llevan a Sudán. Los testigos que me cuentan éstas y otras atrocidades tienen nombre y apellidos. Es Hadja Abdelaziz, de 30 años y seis hijos, tres de los cuales perecieron en el ataque a la aldea de Jortial. Es Fatmah Moussa Nour, de 28 años, que perdió a su marido, en el bombardeo de Beirmazza. Son hombres y mujeres humildes, cuyos relatos se añaden a los que recogen, desde hace cuatro años, las organizaciones de defensa de los Derechos Humanos. Eso sí, con dos variantes.
En primer lugar, el hecho de que estas columnas infernales que Jartum presenta como hordas de bandidos, que escapan a cualquier control y, por lo tanto, también al suyo, están dirigidas por oficiales del Ejército regular sudanés. Rocco me cuenta que había sudaneses en Tawila, donde el mes de febrero de 2004 se produjeron 67 muertos, 93 violaciones de mujeres y más de 5.000 desplazamientos. Había sudaneses en Asaba, un poco más arriba, donde no hubo muertos, porque un batallón del ELS pudo evacuar a tiempo a los civiles.
«Y en Deissa...Venga, vayamos a Deissa y lo verá todo con sus propios ojos». Deissa está 15 kilómetros más al este. Es otra aldea recientemente quemada. Allí encontramos a un superviviente que, con la mirada perdida y el pánico dibujado en el rostro, recorre a nuestro lado las ruinas calcinadas de lo que fue su casa y cuenta que los yanyauid vinieron dos veces. La primera, para reventar los graneros de mijo, incendiar las chozas y la mezquita y matar a todos los que encontraban a su paso. Y la segunda vez, para derribar la escuela, que estaba construida con cemento. «Las dos veces», murmura el superviviente, «el que dirigía la operación era un capitán procedente de Jartum. Que vengan los investigadores del Tribunal Internacional y les daremos las evidencias».
'El caballero del Apocalipsis'
¿La imagen del yanyauid, ese caballero del Apocalipsis del que tanto se habla, será un cliché demasiado cómodo? ¿Será el Sudán integrista, islamista y racista el que se esconde tras este cliché?
La segunda variante es que estos caballeros parecen más mecanizados de lo que suele decirse. Por ejemplo, aquí, en Deissa, cuando volvieron por segunda vez, para derribar la escuela, no traían caballos ni camellos, sino un cañón montado en un vehículo de transporte de tropas, con el que bombardearon las aulas.
En Jour-Syal, a ocho kilómetros hacia el oeste, se ve todavía claramente el cráter de la bomba lanzada por un Antonov el pasado día 23 de enero, a pesar de la prohibición de sobrevolar el territorio decretada por la comunidad internacional. No se trata, pues, de los yanyauid que llegan a lomo de camello.
Lo atestigua también ese camión verde oliva en cuya carcasa juegan los niños y que requisó a la fuerza una compañía de elite del ELS, el pasado día 18 de enero, a medio camino de Djebel Marra. «Mire este camión», me dice Rocco. «Fotografíe bien la marca Giad. Y la matrícula sudanesa. Es un camión recién salido de una fábrica de montaje que el presidente Al Bechir inauguró hace siete años cerca de Jartum, en la que se fabrica con dinero de inversores entre los que se encuentran ustedes, los franceses».
¿Otro mito? ¿Es otro cliché el de la guerra larga, pero rudimentaria y de baja intensidad, entre oscuras tribus que sustancian viejas querellas? Aquí, al menos, puedo atestiguar que se palpa el Ejército, los grandes medios, la guerra caliente y el crimen contra la Humanidad.
Rocco reúne a sus comandantes y me los presenta, bajo un toldo de chapa, en Beirmazza, a 60 kilómetros al norte de Amarai. Estrecho la mano de Mohamed Abdorahman, llamado el Tigre, a causa de su valentía y, según me cuentan, por la felina rapidez con la que asegura la conexión entre los frentes.
Nimeiry, el intelectual, que lleva un turbante beige, al estilo de los afganos. El jovial Mohamed Adman Abdulsalam, al que llaman General Tarada, literalmente General de los cien céntimos, porque, en la vida civil, pasaba por ser poco eficaz en los negocios, mientras en la guerra se muestra como un extraordinario estratega. Fue él el que, en la zona de Korma, tras las matanzas del verano pasado en las que fueron asesinados cerca de un centenar de aldeanos, consiguió reconquistar, con tan sólo 30 hombres, Hillar Hashab y Dalil.
Fue también él el que, en la misma zona, hace sólo unas semanas, le quitó cuatro vehículos a una columna de soldados [de la facción rival de Mini Minawi, dentro del ELS], firmante de los acuerdos de paz de Abuja y, por lo tanto, sometida a Jartum. Fue asimismo él el que, ya en febrero de 2003, concibió el ataque contra Al Fasher, capital de Darfur, pretexto del Gobierno para desencadenar la guerra total. «No se fíe de su aspecto de hombre que no ha roto un plato», me dice Rocco. «Todo lo que le cuentan de él está documentado. Es nuestro mejor comandante. Al Bechir daría todo su oro por conseguir su cabeza o por comprarlo».
Seguimos en la zona de Beirmazza, en medio de un círculo de piedras donde se entrenan bajo un sol de justicia los hombres de Rocco y de Tarada. Los ejercicios del día son de disciplina. Hay un centenar de hombres, pequeños paisanos hirsutos y lampiños, que se bajaron de las aldeas y a los que enseñan a saludar, a presentar armas y a desfilar. Lo que más me llama la atención es su extrema juventud (aunque, gracias a Dios, no veo niños-soldados). Y su torpeza, ese ligero tiempo de retraso, como en una opereta mal dirigida, cuando el sargento grita «alto» o «descanso». Hay en todos ellos una mezcla de extrema seriedad (todos aquellos con los que hablo me dicen que están aquí porque perdieron a algún ser querido) y, al mismo tiempo, de buen humor y de infantilismo, que se destapa sobre todo a la hora de posar para las fotos.
Y también me llama la atención el aspecto desprovisto de marcialidad de esta tropa de descamisados, en los que, al acercarse a ellos, descubro los labios inflados por la sed y la mirada perdida. Para el centenar de combatientes presentes cuento sólo dos morteros, tres lanzadores RPG y kalashnikov. Pero ni siquiera hay fusiles para todos. Y en guisa de uniformes, una mezcla de anoraks y de albornoces, de vaqueros y de pantalones de chándal y, en el mejor de los casos, los harapos que quedan de algún uniforme de camuflaje que me recuerdan a los del Ejército chadiano.
Como si estuviese leyendo mis pensamientos, el general Tarada me dice: «No tenemos nada. Nadie nos ayuda y, por eso, no tenemos nada. ¿El Chad? Tampoco nos ayuda. El presidente del Chad, Deby, tiene demasiado miedo de la venganza que los sudaneses ejercerían a través de los grupos rebeldes infiltrados y, por eso, se muestra muy cauto. Y por lo que a nuestros vehículos se refiere...». Y me muestra con un gesto elegante y extrañamente señorial dos Toyota, que acaban de llegar, para que los comandantes puedan recargar sus thuraya en los encendedores de cigarrillos y otro tercer vehículo, también Toyota, del que chupan la gasolina con un tubo, para llenar el depósito del otro vehículo que tiene que volver al Chad.
Sin carburante
«Ya ha visto nuestros vehículos. Y todos son botín de guerra», dice Tarada. Y más bajo, en tono de confidencia, añade: «Tenemos tan poco carburante que nos vemos obligados, cuando vamos a luchar, a que nuestros hombres empujen las ametralladoras hasta el punto de contacto con el enemigo». Y, después, más bajo todavía, como si dudase realmente de hacerme esta confidencia, dice: «Mire esto...». Y hace una señal para que se acerquen dos de sus combatientes, especialmente impresionantes, con sus cartucheras colgando alrededor del cuello y de la cintura. Cuando se acercan, me doy cuenta de que uno de cada dos recipientes no tiene cartucho y, en su lugar, hay un amuleto o versículo del Corán.
Pienso en los bosnios, en aquel embargo militar que, en la época del sitio de Sarajevo, afectaba por igual, en una aparente pero inicua simetría, a los agresores superequipados y a los agredidos desarmados. Y eso que sé muy bien que las situaciones no son equiparables. Estoy convencido de que estos campesinos en armas, estos hombres exaltados por una indignación sorda y que vociferan de una sola voz «larga vida a Tarada», tampoco son modelos de virtud.
Pero una parte de mí no puede menos de hacer la comparación. Una parte de mí se siente presa de una sorda rebeldía ante el desequilibrio, tan flagrante también aquí, entre estas armas irrisorias y el cráter de una bomba en Jour-Syal, los bidones de gasolina y de clavos que lanzan a baja altura los Antonov, las aldeas reducidas a cenizas y los cadáveres amontonados.
Y esa parte de mí no puede evitar plantear la cuestión: si somos incapaces de detener la masacre, si no tenemos ni el poder ni la voluntad de sancionar al régimen terrorista de Sudán, si no nos atrevemos a presionar a China, su aliado en el Consejo de Seguridad, para que acepte el envío de cascos azules, ¿no deberíamos al menos ayudar a los que defienden a esta gente y lo hacen con las armas en la mano?
Estas aldeas de Deissa y de Beirmazza, que viven bajo la protección del ELS... Este mercado de Bredik, donde nos aprovisionamos para la vuelta ...
La zona libre de Amarai sigue siendo zona de guerra. Y no encontré a nadie que no luzca en su mirada esa especie de miedo prodigioso que provoca, en todas las guerras, la inminencia de la muerte. Aunque también hay que constatar que la presencia del ELS surte un efecto tranquilizador. Y para alguien que llega procedente del Chad, para alguien que lleva en la mente la imagen terrible de los campos de refugiados y desplazados de Goz Beida o de Djabal, para alguien como yo, que ha visto a tantos voluntarios desplegar tanta y tan admirable energía para alimentar y cuidar a poblaciones a las que, a la menor ocasión, los yanyauid volverán a saquear y a matar, alguien así lo menos que puede hacer es plantear la siguiente cuestión: ¿No sería mejor, como mal menor, asentar a las poblaciones allí donde están, aunque, para ello, haya que armar a los que resisten con ellas? En el camino de vuelta, mantengo una última conversación, esta vez política, con el Comandante Nimeiry. Una conversación que confirma este sentimiento mío.
Son las cinco de la mañana. Hemos circulado la mayoría del tiempo de noche. A unos 50 kilómetros de la frontera, cuando percibe a lo lejos un resplandor sospechoso, Otman pivota 360 grados y sale a toda velocidad en sentido contrario, para detenerse un poco más lejos, en el lecho seco de un oued.
«¿Cuál es, a fin de cuentas, vuestra solución para Darfur?», le pregunto. «Al final de todo, la secesión. No abogamos por la independencia, pero sí por una fórmula de igualdad en el seno de un Sudán federal», me responde. Y a la pregunta sobre el tipo de régimen que desea: «Nuestro programa es muy claro, democrático, laico, basado en el principio de la ciudadanía y opuesto, por consiguiente, a ese fundamentalismo sudanés, que es contrario al espíritu de Africa».
Un programa no es más que un programa, sin duda. Pero, al escucharlo, me digo que es verdad que no vi muchas mezquitas en este Darfur devastado. Sueño que no me crucé con mujeres violadas. Vuelvo a pensar en la escuela bombardeada en Deissa, donde la clase de las chicas estaba al lado de la de los chicos. Y pienso que, quizá un rasgo característico de esta guerra -y otra razón para movilizarse- es la lucha del islam radical contra el islam moderado. Es la lucha del régimen que a finales de los 90 daba cobijo a Bin Laden, contra poblaciones musulmanes rebeldes al islamismo. En el corazón de Africa, en las tinieblas de lo que puede convertirse, si no hacemos nada, en el primer genocidio del siglo XXI, se está escenificando otro teatro para el único choque de civilizaciones que existe y que es, como sabemos, el de los dos islam.
Bernard-Henri Lévy, "Lo que vi en Darfur", El Mundo, 13 de marzo de 2007.
Etiquetas: Bernard-Henri Lévy, Darfur