martes, 1 de abril de 2008

 

Las Indias

"Pausadas caen las gotas de un monzón perezoso en Nueva Delhi. Llueve después de dos semanas de sequía absoluta en medio de lo que se supone es la estación de lluvias. Hace calor, un calor pegajoso como de chicle masticado. Al mismo tiempo leo en la prensa que el país está sufriendo una de las peores inundaciones que se recuerdan. Más de 1.500 personas han perecido, varios millones de desplazados a causa de las lluvias torrenciales que han afectado a más de 20 estados. Los afectados por estas inundaciones superarán a los damnificados por el tsunami.

Se me antoja que la distribución irregular del monzón es como una metáfora en el desarrollo de la India. ¿Cuántas zonas secas, inundadas o bien regadas? ¿Cuántas indias hay al inicio del siglo XXI?: Shining India, India Inc, Bharat India, Gurgaon India, Eternal India, Incredible India, Bollywood India, Tribal India, Rural India, Urban India, Dalit India… Aunque no llueva en Delhi, el monzón del progreso ha dejado caer aquí agua en abundancia: la ciudad es hoy una golosa megápolis de 15 millones de personas dispuesta a llevarse el pedazo más grande del pastel del desarrollo: el gobierno acaba de anunciar una inversión de 3.000 millones de euros para ampliar la línea de metro, mejorar el servicio de autobuses y el suministro electricidad y de agua, construir cinturones de ronda, pasos elevados, embellecer jardines y avenidas, etc.

Ciudades globales, como Noida y Gurgaon, brotan alrededor de Delhi con sus grandes centros comerciales, sus salas multiplex donde se pueden comer el mismo tipo de palomitas que en España o en los USA y sus avenidas caóticas y desconchadas donde coches de lujo ejemplifican el hermoso ballet moderno del atasco. En los nuevos baluartes de la modernidad se vende de todo, desde pasta italiana, aceitunas españolas y queso suizo hasta las últimas pantallas de plasma y los móviles más prodigiosos. En las zonas comerciales y en las plazas de los barrios de moda la gente se adentra furiosamente en los restaurantes y en las tiendas más caras con la alegría olvidadiza, contagiosa y primitiva que siente el ser humano cuando devora a su presa.

Al lado en los cruces de las calles acechan los pedigüeños y los que buscan su fortuna al amparo de un semáforo en rojo: los vendedores de libros pirateados y los comerciantes de matamoscas electrónicos, los niños con bigotes pintados que hacen piruetas tristes en el pavimento, las mujeres que ofrecen guirnaldas de jazmín y sonrisas desdentadas. Es fácil cuando se habla de la India caer en los tópicos del contraste. Es fácil para el occidental ver a la clase media india como una especie de monstruo insolidario felizmente entregado al consumo. Aunque haya algo, y mucho, de cierto en ello, el problema surge cuando el occidental se ampara en su ventaja histórica para denigrar al otro. Cómo si el proceso de industrialización de las sociedades occidentales hubiese sido un lecho de rosas y un ejemplo de solidaridad social, aunque lo uno, ciertamente, no justifique lo otro.

En este sentido Chakravarti Ram-Prasad hablaba recientemente del fracaso de la clase media india en un artículo (http://www.prospect-magazine.co.uk/article_details.php?id=9776) en el que acusa a este segmento de la población de apatía política. Esta indiferencia política se debe a que la clase media no ha tenido que luchar por sus derechos políticos, los da por sentados, y atribuye su éxito a su propia iniciativa empresarial, más allá del estado e incluso a pesar del estado. Como dice Ram-Prasad el escepticismo de la clase media ante la eficacia del gobierno es comprensible, pero es también una causa fundamental de los problemas actuales. De la tensión social causada por la industrialización nacieron los comunismos y fascismos que tantas víctimas causaron en nuestra vieja y siempre nueva Europa. ¿Qué bestias saldrán de la madriguera de la industrialización asiática? ¿Podrá Asia beneficiarse de la experiencia devastadora de Europa? ¿Cuántos millones de desplazados dejará el desarrollo?

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Si alejamos la mirada de la pujante Delhi y la posamos en las colinas de Niyamgiri en la zona montañosa de Karlapat en Orissa podemos empezar a contar una historia que se repite en muchos sitios en desarrollo: la de aquellos que pierden sus tierras ancestrales para dejar paso a la máquina del progreso. Perder las tierras es perder el modo de vida y con ello las creencias y la visión de la realidad que caracteriza a cada cultura. El conjunto de estas visiones particulares enriquece la visión global de la realidad que tiene el ser humano.

En Orissa se libra una batalla entre pueblos tribales Kond y la compañía minera Vedanta Alumina Limited (VAL). La montaña de Niyamgiri contiene una de las reservas mundiales más importantes de bauxita, la materia prima del aluminio. Estamos en una de las zonas boscosas todavía bien preservadas de la India que alberga una gran diversidad ecológica. Se trata de una pequeña joya verde cruzada por una hermosa cascada que sirve de hogar a diversos pueblos Kond-Dongria, Kutia, Majhi, Jharania-distribuidos a lo largo de más de 200 aldeas. Han vivido en estas junglas desde la que memoria empezó a fabricar recuerdos y adoran a la montaña como a un dios viviente. Ahora, sin embargo, las excavadoras se encargarán de horadarla para sacar el precioso metal de sus entrañas. En 2004 VAL empezó a construir su planta de procesamiento tras obtener de forma reprobable, según el partido de la oposición, los permisos necesarios del Gobierno de Orissa.
La población local está aterrada. “Hay algo muy valioso en la montaña. No sabemos qué es, pero sí sabemos que la compañía está dispuesta a matar a los animales y a destrozar el bosque para obtenerlo. ¿Dónde iremos nosotros? Esta ha sido nuestra tierra desde generaciones” manifestaba una mujer Majhi. Se les ofreció dinero que rechazaron, porqué dijeron que no querían vender a la Madre Tierra. Algunos han sido ya rehabilitados en nuevas construcciones de cemento, ahora abandonadas, pues los tribales no sabían cómo adaptarse a ellas. Se ha organizado una fuerte oposición a la presencia de VAL. Según la población local, VAL alquila matones para intimidar a los que protestan. La compañía al contrario mantiene que destina mucho dinero para rehabilitar, educar y ofrecer trabajo a los desplazados.

La realidad es que los tribales no han tenido el tipo de educación necesario para adaptarse a las nuevas formas de vida. Se convierten en mal pagados jornaleros y a menudo sus mujeres acaban haciendo de criadas e incluso de prostitutas. Las mujeres, en particular, se quejan de que desde la llegada de la compañía el alcohol fluye por doquier, alimentando una afición a la bebida que incrementa la violencia doméstica y sirve para desestructurar definitivamente a estos pueblos incómodos que con su mera presencia detienen el carro del progreso. ¿No es acaso un lujo que un puñado de tribales puedan disponer de montañas inmaculadas y ríos puros mientras la gran mayoría de la población se hacina en suburbios urbanos y escasean las materias primas?

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Y aquí se enciende una vieja polémica entre pragmáticos y románticos. Los primeros acusarán a los segundos de ser unos idealistas trasnochados que lamentan que pueblos primitivos, mal alimentados, carentes de servicios sanitarios y educativos y entregados seguramente a prácticas abusivas, discriminatorias y sexistas, frenen el loado progreso que conduce al bienestar social y a la igualdad de derechos. Argumentarán que la polémica entre desarrollo y ecología es falsa, que lo inteligente es mantener el equilibrio entre la explotación de recursos y el respeto a la naturaleza. Qué esto es posible lo demuestra el hecho de que en las sociedades postindustriales los ríos vuelven a estar limpios, el aire claro y los bosques poblados de animales. Ante la amenaza del cambio climático, ¿no es este argumento también una falacia? La naturaleza recobrada de las sociedades desarrolladas ¿no será simplemente el jardín bien cuidado de los ricos, rodeado de un mundo que se derrite por los costados?

Sea lo que sea un nuevo estudio nos muestra la cara irregular del desarrollo indio. Según Arjun Sengupta, Presidente de la Comisión Nacional para las Empresas del Sector No Organizado, el 77% de la población de la India, 853 millones, es pobre y vulnerable y tiene una capacidad de consumo inferior a las 20 rupias diarias (0,37 €). El estudio clasifica a la población en seis grupos: los extremadamente pobres, los pobres, los marginalmente pobres, los precarios o vulnerables, los que tienen ingresos medios y los de ingresos altos. Es cierto que el porcentaje de extremadamente pobres ha descendido desde 1994 del 30,7% al 21,8% pero sólo para engrosar las filas de los marginalmente pobres y los precarios, cuyo índice de consumo se sitúa entre las 12 y 20 rupias diarias. El artículo concluye que la división entre los pobres y el grupo formado por la clase media y los ricos es total y absoluta. En el primer grupo se encuentran esos 853 millones que sobreviven sin consumir más de 20 rupias al día, el aam admi indio, el hombre común, el hombre de la calle. En el segundo grupo se incluyen los 253 millones que tienen acceso a los bienes de consumo: 210 con ingresos medios y 44 con ingresos altos. Desde esta perspectiva, argumenta Sengupta, no habría entonces muchas indias, sino sólo dos separadas por el telón de acero impenetrable de la desigualdad económica.

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Más allá de los números miro a mi alrededor y me pregunto a qué India pertenece la gente que me rodea. El propietario de la casa donde vivo con su fábrica de grifos en Noida emplea a sesenta personas y pertenece al grupo afluente. Tiene varios coches y se está haciendo de oro, pero se queja de su propio país, esta India de los prodigios en la que todo vale (sab chalta hai) y añade que de los sesenta trabajadores treinta al menos están regularmente enfermos. Pienso yo que será por el bajo sueldo que reciben. Estos sesenta trabajadores pertenecen al sector no organizado, o deberíamos decir “desorganizado”, y se incluyen en el grupo de los pobres, al igual que el brahmán de Uttar Pradesh que cada mañana conduce el taxi que me lleva a la oficina. El sikh para quien trabaja, de arremolinada barriga y bigote, pertenece al grupo de los prósperos y así sucesivamente.

Más allá de nuevo de los números y sin dejar de prestar atención a lo que dicen, deberíamos al mismo tiempo hacer oídos sordos a las conclusiones precipitadas que se destilan de ellos. Los números engañan siempre por lo que ocultan. O mejor, sólo dicen una parte de la verdad, la de la abstracción matemática, pero son ciegos ante la complicada textura del tejido inacabado que llamamos vida. En realidad, no son los números los que engañan, sino los hombres que toman el tallo plano de la cifra por la fruta jugosa de la realidad. Hay un dígito incontable que hay que tener en cuenta al hacer las cuentas. Hay también otras dos Indias que no podríamos simplemente encuadrar en factores económicos: la de los que sólo creen en el poder y la de aquellos que todavía creen en lo que hay más allá del poder".
Oscar Pujol
Doctor en sánscrito, director del Instituto Cervantes de Delhi.

Oscar Pujol, "¿Cuántas Indias?: ¿sólo dos?", 2007.

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