lunes, 2 de julio de 2007

 

Mi propio mundo, mi asilo y mi cielo


«En otro tiempo deseé a veces ser escritor, ser poeta. Si lo fuera, no resistiría la tentación de ir hurgando en mi vida hasta remontarme a las tiernas sombras de mi niñez, a las fuentes queridas de mis primeros recuerdos, tan afectuosamente resguardadas. Pero como no lo soy, esos recuerdos son para mí un tesoro sagrado, y lo amo demasiado para que yo mismo quiera ahora menoscabarlo.

Así pues, de mi infancia diré sólo que fue hermosa y alegre; se me dejó en libertad para descubrir solo mis inclinaciones y aptitudes, para buscarme solo mis dolores y mis gozos más intensos y para no considerar el porvenir como potencia extraña de origen divino, si no como la esperanza y la conquista de mis propias fuerzas. En tal estado pasé por la escuela: fui alumno nada grato y poco dotado, bien que tranquilo, por cuya razón acababan dejándome hacer cuanto quería, ya que, al parecer, no demostraba yo inclinación a tolerar influencias decisivas y hondas.

Aproximadamente desde los seis o siete años de edad empecé a comprender, que de todos los poderes invisibles, era la música la que estaba predestinada a cautivarme y gobernarme el ánimo en grado sumo. Desde entonces tuve mi propio mundo, mi asilo y mi cielo, de los que nadie podía privarme ni total ni parcialmente y que tampoco deseaba que nadie compartiese conmigo. Antes de los doce años, a pesar de no haber aprendido aún a tocar instrumento alguno, era ya músico. Lo era sin haberme puesto a pensar que algún día acaso habría de ganarme el pan de cada día mediante el ejercicio de tal arte.

Y así ha quedado la cosa, sin que desde entonces sobrevinieran mudanzas realmente sustantivas; de ahí que mi existencia, al contemplarla retrospectivamente, no ofrezca, a mi ver, un aspecto proteico ni multicolor: más bien parece estar afinada desde mi principio con arreglo a un tono fundamental y puesta bajo el signo de un solo astro. Tanto si mi existir externo tomaba buenos rumbos como si éstos eran equivocados, mi vida íntima quedaba siempre inalterada. Aunque yo fluctuase durante largos espacios de tiempo por aguas extrañas, sin tener entre manos ningún instrumento ni cuaderno de música, sin embargo, a cada instante había una melodía en mi sangre y en mis labios, un compás y un ritmo en mi aliento y en mi vida. Por muy ansiosamente que buscase a través de otros muchos senderos de la redención, el olvido o la liberación, por muy grandes que fuesen mi sed y mi anhelo de Dios, de comprensión y de paz, todo esto lo hallaba una y otra vez exclusivamente en la música. No era menester que se tratara precisamente de Beethoven o de Bach, no; el mero hecho de que la música existía en el mundo y de que un ser humano pueda conmoverse por la armonía de sus sones hasta lo más hondo de su corazón y sentirse compenetrado con ella, estas solas realidades han significado para mí siempre una consolación profunda y una justificación de la existencia. ¡La música...! Concibes una melodía, la cantas mentalmente, ¡sólo mentalmente!, y embebes todo tu ser en ella, de suerte que toma posesión de todos tus movimientos y energías; durante esos momentos en que vive en ti apaga todo lo azaroso, maligno, brutal y triste que pueda haber en tu interioridad; hace vibrar el mundo al unísono, convierte en leve lo pesado y lo rígido en alígero... ¡Todo eso lo consigue la simple melodía de una canción popular! Y no hablemos de la armonía; cada acorde eufónico de armonía pura, como en un repique simultáneo de campanas, llena el alma de gracia y de acorde; es más, puede en ocasiones enardecer el corazón y hacerle estremecerse de delicia hasta un extremo no logrado por deleite alguno».

Hermann Hesse, Gertrudis, 1910.


Gene Chandler - Duke of Earl

Imagen: Pablo Picasso, Músicos con máscaras, 1921.

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