viernes, 19 de enero de 2007

 

Moustaki


Hoy toca en Barcelona Georges Moustaki, cantautor de origen egipcio a quien conocí gracias a mis hermanas y al que tuve la enorme suerte de ver en directo el año pasado en un concierto que fue de las sorpresas más agradables que he tenido últimamente.

Moustaki es una celebridad de la canción francesa; lleva más de un cuarto de siglo haciendo giras, ha publicado una veintena de álbumes, ha escrito cerca de 300 canciones y ha compuesto bandas sonoras de películas (recientemente además acaba de publicar un librito, Siete cuentos fronterizos, que está en mi punto de mira).

Pero Moustaki no es sólo eso. Para mi es, sobre todo, un entrañable viejecito de una admirable sencillez, una extraordinaria vitalidad y una gran simpatía, que hace las delicias de cualquiera que se acerque a escucharle con la mente, el corazón y los oídos abiertos.

A cualquiera que tenga la oportunidad de ir a un concierto suyo, se lo recomiendo vivamente, seguro de que no saldrá defraudado.

Como muestra un botón. He aquí dos de sus canciones más famosas:

Georges Moustaki - Le métèque

Avec ma gueule de métèque
De Juif errant, de pâtre grec
Et mes cheveux aux quatre vents
Avec mes yeux tout délavés
Qui me donnent l'air de rêver
Moi qui ne rêve plus souvent
Avec mes mains de maraudeur
De musicien et de rôdeur
Qui ont pillé tant de jardins
Avec ma bouche qui a bu
Qui a embrassé et mordu
Sans jamais assouvir sa faim

Avec ma gueule de métèque
De Juif errant, de pâtre grec
De voleur et de vagabond
Avec ma peau qui s'est frottée
Au soleil de tous les étés
Et tout ce qui portait jupon
Avec mon cœur qui a su faire
Souffrir autant qu'il a souffert
Sans pour cela faire d'histoires
Avec mon âme qui n'a plus
La moindre chance de salut
Pour éviter le purgatoire

Avec ma gueule de métèque
De Juif errant, de pâtre grec
Et mes cheveux aux quatre vents
Je viendrai, ma douce captive
Mon âme sœur, ma source vive
Je viendrai boire tes vingt ans
Et je serai prince de sang
Rêveur ou bien adolescent
Comme il te plaira de choisir
Et nous ferons de chaque jour
Toute une éternité d'amour
Que nous vivrons à en mourir

Et nous ferons de chaque jour
Toute une éternité d'amour
Que nous vivrons à en mourir


Georges Moustaki - Ma solitude

Pour avoir si souvent dormi
Avec ma solitude
Je m'en suis fait presqu'une amie
Une douce habitude
Ell' ne me quitte pas d'un pas
Fidèle comme une ombre
Elle m'a suivi ça et là
Aux quatre coins du monde

Non, je ne suis jamais seul
Avec ma solitude

Quand elle est au creux de mon lit
Elle prend toute la place
Et nous passons de longues nuits
Tous les deux face à face
Je ne sais vraiment pas jusqu'où
Ira cette complice
Faudra-t-il que j'y prenne goût
Ou que je réagisse?

Non, je ne suis jamais seul
Avec ma solitude

Par elle, j'ai autant appris
Que j'ai versé de larmes
Si parfois je la répudie
Jamais elle ne désarme
Et si je préfère l'amour
D'une autre courtisane
Elle sera à mon dernier jour
Ma dernière compagne

Non, je ne suis jamais seul
Avec ma solitude
Non, je ne suis jamais seul
Avec ma solitude

 

La infancia recuperada

"Descreer de la felicidad es una forma de escepticismo a la que todo el mundo llega antes o después; hay quien se lo toma por la tremenda, pero la mayoría prescinde de ese enfático concepto con resignación e incluso con alivio. Es como desembarazarse de una pregunta mal formulada, de un señuelo que sanciona fantasmalmente todos los cilicios éticos, de un trampantojo ligado íntimamente a ese engaño fundamental, el futuro. ¿O al pasado? En este caso, la renuncia se hace más difícil de digerir. A favor de la indolencia o el fastidio, cualquiera puede abandonar el proyecto de la felicidad; pero, cuando éste nos asalta, ¿cómo desistir del recuerdo de la dicha, del obsesivo episodio que parece ser savia y estímulo de nuestra memoria toda? ¡Bienaventurados los que nunca han sido dichosos -o los que lo fueron y lo han olvidado, en el supuesto de que esto sea posible-, porque ellos renunciarán sin lágrimas a la felicidad! Por mi parte, podría haceros la misma confidencia que un día Menean-Ponty hizo a Sartre: «Nunca me repondré de mi incomparable infancia.» Pero no creáis que voy ahora a reclamarme, sin reservas, partidario del mito de la «infancia dorada y feliz». En primer término sería obsceno y criminal establecer que toda infancia es dichosa: tal como Camus, no imagino combustible más estimulante para el alma rebelde que el escándalo insoportable del dolor de los niños. En segundo lugar, sé que en mi infancia fui feliz, pero no siempre ni quizá principalmente. Es posible que mi presente melancolía idealice la rutina de mis ocho o nueve años y convierta en inimaginable plenitud cualquier discreto pasatiempo de sábado por la tarde. Empero, no puedo renegar de un concreto e indiscutible lapso de felicidad cuya memoria me es tan clara, tan precisa, tan punzante, que más fácil me sería dudar de una de mis sensaciones o vivencias presentes que de ella. Mi dicha de entonces no fue una perfección inconsciente sobre la que reflexiono con admirada envidia a posteriori: por contradictorio que ello parezca -yo mismo sostendría, en todo otro caso, la doctrina que invalida la posibilidad de esta experiencia- mi felicidad de entonces se acompañó de la estática conciencia de que era feliz. Si, en este punto, el impaciente lector me conmina a que le instruya sobre qué entiendo por felicidad, no podré sino remitirle a la definición -mejor, descripción- que Valle Inclán hace del éxtasis en su Lámpara maravillosa: «Es el goce de ser cautivo en el círculo de una emoción pura, que aspira a ser eterna. ¡Ningún goce y ningún terror comparable a este sentir del alma desprendida!». No sólo recuerdo perfectamente las circunstancias e imágenes que acompañaron a mi acceso de felicidad -no excesivamente largo, tranquilizaos, apenas quince o veinte días-, sino también numerosas sensaciones gustativas y olorosas, así como unos difusos caracteres cenestésicos que desconfío de poder expresar por escrito. Yo tenía diez años y caí enfermo de «alfombrilla», una especie de sarampión benévolo; se me recetaron veinte días de reposo en perfecto aislamiento, para evitar que contagiase a mis hermanos y compañeros de colegio. Me instalé en el dormitorio de mis padres -¡atención, psicoanalistas! - y durante esa venturosa quincena fue mi único horizonte. No tenía prácticamente fiebre ni molestias de ningún tipo; no me amenazaban con ponerme inyecciones. Atrincherado en mi refugio, me pasaba el día en la cama, charlando esporádicamente con mis hermanos, que se asomaban de vez en cuando a la puerta cautamente, guardando las debidas distancias, y me consideraban con envidia. Tenía a mano mi espada de abordaje, una maqueta de plástico del acorazado francés Richelieu que para mí era la vera effigies de El Rey del Mar de Sandokan y mi caja de soldados. No paraba de leer; leía dos o tres libros diarios, sin contar mi docenita de tebeos. Todos los días mi madre me subía la provisión literaria de la jornada; yo rara vez le pedía ninguna novela concreta: ella acertaba siempre. Entonces leí las últimas aventuras de Sandokan y las del Corsario Negro; leí El caballo salvaje, de Zane Grey, y El rey de los osos, de James Oliver Curwood; leí el Puck y los Nuevos cuentos de las colinas, de Kipling. Un día me trajo Las minas del rey Salomón y conocí a Allan Quatermain; en otra ocasión apareció con dos novelas -El peregrino de la estrella y Antes de Adán-, de un autor cuyo nombre oía por primera vez: Jack London. Era la vieja edición de la editorial Prometeo adornada con el ex libris lobuno del escritor y en traducción de Fernando Valera. Jack London fue el mayor descubrimiento de aquella temporada en el paraíso. Recuerdo otras cosas: el sabor cálido y dulzón del arroz blanco con salsa de tomate, cierta forma de filtrarse el sol por las rendijas de una persiana que veo perfectamente con sólo cerrar los ojos. Por la noche, al apagar la luz, sentía escalofríos de gozo al pensar en el día siguiente; murmuraba: mañana y pasado mañana y al otro también... Es la primera y última vez que he aprobado sin reservas el futuro. De vez en cuando, dejaba el libro abierto sobre la colcha y cerraba los ojos, en un trance de dicha tan intenso, que me entraban ganas de llorar. Una felicidad inmóvil, libresca, egoísta, me diréis, fabricada con aislamiento y mimo. Lamento que la memoria no sea moral, pero estoy seguro de que fue entonces y sólo entonces cuando me sentí feliz. Salí de mi cuarentena sin excesiva pesadumbre, porque ya tenía ganas de volver a ver a mis amigos y de hacer carreras de caballos con mi hermano José; por aquella época, con varios compañeros del colegio, manteníamos un complicado juego político con soldados de goma: la víspera de que me dieran de alta recibí un telegrama del Estado Mayor de uno de mis vecinos, declarándome la guerra, lo que contribuyó decisiva y jubilosamente a abreviar mi convalecencia. Pero aún entonces no se me ocultó que lo que me habían propiciado aquellos días era algo cualitativamente distinto y superior a todas mis otras posibles alegrías; abandoné mi castillo sin agobiante tristeza, pero con la sorda convicción de haber conocido al fin lo irreparable. Como he dicho, Jack London y, sobre todo, su Peregrino de la estrella fueron el prodigio cenital de aquellos días pródigos en descubrimientos maravillosos. No puedo pensar en ese autor o releer esa novela sin rememorar con abrumadora exactitud mi «alfombrilla»".

Fernando Savater, La infancia recuperada, Madrid, Taurus, 1976.

 

Aprendizaje continuo

«Dos momentos parece que desde luego se distinguen en la educación, como se distinguen en la vida por lo que respecta a su fines y al ejercicio de nuestra actividad en ellos.

En el primero se forma el hombre como hombre, en la integridad de sus varias fuerzas, para ser y vivir en la unidad de su actividad, destino y relaciones. Esta obra no tiene limite definido alguno, no se reduce a un periodo determinado de la vida, sino que comienza con ésta y dura tanto como ella dura. Salvo un accidente (por ejemplo, una perturbación mental), el hombre está siempre recibiendo nuevas impresiones que excitan en él nuevas representaciones, sentimientos, reacciones de todas clases, y que a la vez educan su energía y aumentan sin cesar así el contenido actual de su conciencia como la forma en que este contenido se entreteje con sus antecedentes.

Pero sobre esta evolución general se desenvuelve y va con ella en su espíritu, en mutua solidaridad, una orientación determinada, una vocación principal hacia un lado y fin particular de la vida. Subjetivamente, esta orientación depende, a lo menos en parte, de su constitución natural; socialmente, del medio, sus condiciones y su acción sobre él. El ejercicio habitual de este fin en su producción objetiva forma su profesión. Tampoco nuestra educación para ésta acaba, en rigor, en un momento dado. El abogado, el sacerdote, el maquinista, el labrador, el músico, el botánico, el artesano, el comerciante, el artista, el político van acrecentando cada día, con la experiencia de sus respectivos oficios, su dominio y habilidad en ellos: semper discentes, nunquam pervenientes. La vida entera es un continuo aprendizaje.

Tenemos, pues, que distinguir en ésta y en la educación dos órdenes: uno general, en que el hombre ejercita más o menos concertadamente todas sus facultades capitales; otra especial, en que, según la tendencia peculiar predominante en cada individuo, coopera éste a alguna de las diversas obras que constituyen el sistema de los fines humanos. Ambos órdenes de la actividad son, por igual, indispensables. Si el último corresponde a su vocación interior y nos hace órganos útiles en la división del trabajo social (pues el hombre sin profesión, por culto, inteligente, bueno y honrado que sea, rico o pobre, debe considerarse como un parásito), a su vez, la educación general, que mal o bien se nos impone, nos interesa en todos los restantes órdenes, fines, obras, extraños a nuestra profesión; mantiene el espíritu abierto a una comunión universal y le impide desentenderse de ella y atrofiarse, cerrándose en la rutina del oficio en la cual, sin ello, inevitablemente cae, aunque este oficio sea el del sacerdote, el poeta y el filósofo. Ambos órdenes de educación se ayudan entre sí, debiendo progresar uno con otro y mediante otro; no en razón inversa, como suele a veces pensarse. Y en ambos, según queda dicho, nos educamos indefinidamente, en diversos grados, más o menos diferenciados en su continuidad y que sólo relativamente dividimos».

Francisco Giner de los Ríos, "Grados naturales en la educación". Recogido en Ensayos, Madrid, Alianza Editorial, 1969.

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