viernes, 19 de enero de 2007

 

La infancia recuperada

"Descreer de la felicidad es una forma de escepticismo a la que todo el mundo llega antes o después; hay quien se lo toma por la tremenda, pero la mayoría prescinde de ese enfático concepto con resignación e incluso con alivio. Es como desembarazarse de una pregunta mal formulada, de un señuelo que sanciona fantasmalmente todos los cilicios éticos, de un trampantojo ligado íntimamente a ese engaño fundamental, el futuro. ¿O al pasado? En este caso, la renuncia se hace más difícil de digerir. A favor de la indolencia o el fastidio, cualquiera puede abandonar el proyecto de la felicidad; pero, cuando éste nos asalta, ¿cómo desistir del recuerdo de la dicha, del obsesivo episodio que parece ser savia y estímulo de nuestra memoria toda? ¡Bienaventurados los que nunca han sido dichosos -o los que lo fueron y lo han olvidado, en el supuesto de que esto sea posible-, porque ellos renunciarán sin lágrimas a la felicidad! Por mi parte, podría haceros la misma confidencia que un día Menean-Ponty hizo a Sartre: «Nunca me repondré de mi incomparable infancia.» Pero no creáis que voy ahora a reclamarme, sin reservas, partidario del mito de la «infancia dorada y feliz». En primer término sería obsceno y criminal establecer que toda infancia es dichosa: tal como Camus, no imagino combustible más estimulante para el alma rebelde que el escándalo insoportable del dolor de los niños. En segundo lugar, sé que en mi infancia fui feliz, pero no siempre ni quizá principalmente. Es posible que mi presente melancolía idealice la rutina de mis ocho o nueve años y convierta en inimaginable plenitud cualquier discreto pasatiempo de sábado por la tarde. Empero, no puedo renegar de un concreto e indiscutible lapso de felicidad cuya memoria me es tan clara, tan precisa, tan punzante, que más fácil me sería dudar de una de mis sensaciones o vivencias presentes que de ella. Mi dicha de entonces no fue una perfección inconsciente sobre la que reflexiono con admirada envidia a posteriori: por contradictorio que ello parezca -yo mismo sostendría, en todo otro caso, la doctrina que invalida la posibilidad de esta experiencia- mi felicidad de entonces se acompañó de la estática conciencia de que era feliz. Si, en este punto, el impaciente lector me conmina a que le instruya sobre qué entiendo por felicidad, no podré sino remitirle a la definición -mejor, descripción- que Valle Inclán hace del éxtasis en su Lámpara maravillosa: «Es el goce de ser cautivo en el círculo de una emoción pura, que aspira a ser eterna. ¡Ningún goce y ningún terror comparable a este sentir del alma desprendida!». No sólo recuerdo perfectamente las circunstancias e imágenes que acompañaron a mi acceso de felicidad -no excesivamente largo, tranquilizaos, apenas quince o veinte días-, sino también numerosas sensaciones gustativas y olorosas, así como unos difusos caracteres cenestésicos que desconfío de poder expresar por escrito. Yo tenía diez años y caí enfermo de «alfombrilla», una especie de sarampión benévolo; se me recetaron veinte días de reposo en perfecto aislamiento, para evitar que contagiase a mis hermanos y compañeros de colegio. Me instalé en el dormitorio de mis padres -¡atención, psicoanalistas! - y durante esa venturosa quincena fue mi único horizonte. No tenía prácticamente fiebre ni molestias de ningún tipo; no me amenazaban con ponerme inyecciones. Atrincherado en mi refugio, me pasaba el día en la cama, charlando esporádicamente con mis hermanos, que se asomaban de vez en cuando a la puerta cautamente, guardando las debidas distancias, y me consideraban con envidia. Tenía a mano mi espada de abordaje, una maqueta de plástico del acorazado francés Richelieu que para mí era la vera effigies de El Rey del Mar de Sandokan y mi caja de soldados. No paraba de leer; leía dos o tres libros diarios, sin contar mi docenita de tebeos. Todos los días mi madre me subía la provisión literaria de la jornada; yo rara vez le pedía ninguna novela concreta: ella acertaba siempre. Entonces leí las últimas aventuras de Sandokan y las del Corsario Negro; leí El caballo salvaje, de Zane Grey, y El rey de los osos, de James Oliver Curwood; leí el Puck y los Nuevos cuentos de las colinas, de Kipling. Un día me trajo Las minas del rey Salomón y conocí a Allan Quatermain; en otra ocasión apareció con dos novelas -El peregrino de la estrella y Antes de Adán-, de un autor cuyo nombre oía por primera vez: Jack London. Era la vieja edición de la editorial Prometeo adornada con el ex libris lobuno del escritor y en traducción de Fernando Valera. Jack London fue el mayor descubrimiento de aquella temporada en el paraíso. Recuerdo otras cosas: el sabor cálido y dulzón del arroz blanco con salsa de tomate, cierta forma de filtrarse el sol por las rendijas de una persiana que veo perfectamente con sólo cerrar los ojos. Por la noche, al apagar la luz, sentía escalofríos de gozo al pensar en el día siguiente; murmuraba: mañana y pasado mañana y al otro también... Es la primera y última vez que he aprobado sin reservas el futuro. De vez en cuando, dejaba el libro abierto sobre la colcha y cerraba los ojos, en un trance de dicha tan intenso, que me entraban ganas de llorar. Una felicidad inmóvil, libresca, egoísta, me diréis, fabricada con aislamiento y mimo. Lamento que la memoria no sea moral, pero estoy seguro de que fue entonces y sólo entonces cuando me sentí feliz. Salí de mi cuarentena sin excesiva pesadumbre, porque ya tenía ganas de volver a ver a mis amigos y de hacer carreras de caballos con mi hermano José; por aquella época, con varios compañeros del colegio, manteníamos un complicado juego político con soldados de goma: la víspera de que me dieran de alta recibí un telegrama del Estado Mayor de uno de mis vecinos, declarándome la guerra, lo que contribuyó decisiva y jubilosamente a abreviar mi convalecencia. Pero aún entonces no se me ocultó que lo que me habían propiciado aquellos días era algo cualitativamente distinto y superior a todas mis otras posibles alegrías; abandoné mi castillo sin agobiante tristeza, pero con la sorda convicción de haber conocido al fin lo irreparable. Como he dicho, Jack London y, sobre todo, su Peregrino de la estrella fueron el prodigio cenital de aquellos días pródigos en descubrimientos maravillosos. No puedo pensar en ese autor o releer esa novela sin rememorar con abrumadora exactitud mi «alfombrilla»".

Fernando Savater, La infancia recuperada, Madrid, Taurus, 1976.

Comments:
Renunciar al recuerdo de esos breves momentos de felicidad pasada y pasajera, ya me parece que roza el masoquismo.
De todas formas, y aunque comparto contigo esa cierta melancolía (y bastantes gustos musicales, a juzgar por tus últimas entradas), opino que el hombre nunca podrá renunciar a la felicidad, creo que la búsqueda de la felicidad es consustancial al ser humano, por muy irreal, aburdo o utópico que nos parezca, razonemos, digamos o nos autoconvenzamos de que así es.
Porque somos soñadores por naturaleza.
 
Totalmente de acuerdo. Es una búsqueda sin fin, un imposible necesario.
 
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