sábado, 13 de octubre de 2007
Autorretrato

"Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, escusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con gana de segundar con éste. Desto tiene la culpa algún amigo, de los muchos que en el discurso de mi vida he granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio; el cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja deste libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáurigui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo, a los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato:
Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria".
Miguel de Cervantes, "Prólogo al lector", en El licenciado Vidriera.
Imagen: Retrato de Miguel de Cervantes (1600) atribuido a Juan de Jáuregui.
Etiquetas: El licenciado Vidriera, Libros, Miguel de Cervantes
martes, 2 de octubre de 2007
The Ghost of Tom Joad
Bruce Springsteen - The Ghost of Tom Joad
"En California nos encontramos con una curiosa actitud hacia un colectivo que garantiza el éxito de nuestra agricultura. A los emigrantes los necesitamos y los odiamos. En cuanto llegan a un distrito, se topan con esa antipatía atávica del lugareño hacia el extraño, el forastero, con un odio que se repite desde los comienzos de la historia, desde la aldea más primitiva a nuestras granjas industriales. A los emigrantes se los odia por los siguientes motivos: porque son sucios e ignorantes, porque traen enfermedades, porque su presencia en una población obliga a un incremento de los efectivos policiales y del gasto escolar, y porque, si se constituyen en sindicatos, pueden llegar a negarse a trabajar y arruinar cosechas enteras. Nunca logran ser admitidos en la comunidad ni en la vida de la comunidad. Son auténticos vagabundos a los que se les niega el derecho a integrarse en las poblaciones que necesitan de sus servicios.
Veamos quiénes son, de dónde vienen y por dónde vagan. Años atrás eran braceros de diversas razas a quienes se animó a venir, a menudo importados como mano de obra barata; los primeros fueron chinos, luego llegaron filipinos, los japoneses y los mexicanos. Eran extranjeros y, como tales, se les condenó al ostracismo y la segregación. Se les trataba como a ganado.
Cuando intentaban organizarse, los deportaban o los arrestaban y, sin defensores a los que recurrir, nunca conseguían llamar la atención sobre sus problemas. Pero no hace muchos años estos temporeros extranjeros empezaron a asociarse; aquello hizo saltar todas las alarmas y desembocó en una deportación masiva, pues ya había aparecido un nuevo contingente del que obtener mano de obra barata.

La sequía del Medio Oeste ha empujado a la población rural de Oklahoma, Nebraska y partes de Kansas y Texas hacia el oste. Sus tierras están agotadas y ya no pueden regresar a ellas. Miles de agricultores cruzan estados enteros en viejos automóviles renqueantes. Viven en la miseria, tienen hambre y se han quedado sin hogar, dispuestos a aceptar cualquier jornal para poder comer y dar de comer a sus hijos.
Estos nuevos vagabundos suelen llegar a California después de haber agotado todos sus recursos para viajar hasta aquí; incluso tienen que vender por el camino viejas mantas, herramientas y utensilios de cocina para pagar la gasolina. Llegan confundidos y derrotados, a menudo casi muertos de hambre, con una única necesidad que cubrir: encontrar trabajo, por el salario que sea, para poder dar de comer a su familia".
John Steinbeck, Los vagabundos de la cosecha, Barcelona, Libros del Asteroide, 2007.
Woody Guthrie - Blowin' Down the Road
Etiquetas: Bruce Springsteen, John Steinbeck, Libros, Música
lunes, 2 de julio de 2007
Mi propio mundo, mi asilo y mi cielo

«En otro tiempo deseé a veces ser escritor, ser poeta. Si lo fuera, no resistiría la tentación de ir hurgando en mi vida hasta remontarme a las tiernas sombras de mi niñez, a las fuentes queridas de mis primeros recuerdos, tan afectuosamente resguardadas. Pero como no lo soy, esos recuerdos son para mí un tesoro sagrado, y lo amo demasiado para que yo mismo quiera ahora menoscabarlo.
Así pues, de mi infancia diré sólo que fue hermosa y alegre; se me dejó en libertad para descubrir solo mis inclinaciones y aptitudes, para buscarme solo mis dolores y mis gozos más intensos y para no considerar el porvenir como potencia extraña de origen divino, si no como la esperanza y la conquista de mis propias fuerzas. En tal estado pasé por la escuela: fui alumno nada grato y poco dotado, bien que tranquilo, por cuya razón acababan dejándome hacer cuanto quería, ya que, al parecer, no demostraba yo inclinación a tolerar influencias decisivas y hondas.
Aproximadamente desde los seis o siete años de edad empecé a comprender, que de todos los poderes invisibles, era la música la que estaba predestinada a cautivarme y gobernarme el ánimo en grado sumo. Desde entonces tuve mi propio mundo, mi asilo y mi cielo, de los que nadie podía privarme ni total ni parcialmente y que tampoco deseaba que nadie compartiese conmigo. Antes de los doce años, a pesar de no haber aprendido aún a tocar instrumento alguno, era ya músico. Lo era sin haberme puesto a pensar que algún día acaso habría de ganarme el pan de cada día mediante el ejercicio de tal arte.
Y así ha quedado la cosa, sin que desde entonces sobrevinieran mudanzas realmente sustantivas; de ahí que mi existencia, al contemplarla retrospectivamente, no ofrezca, a mi ver, un aspecto proteico ni multicolor: más bien parece estar afinada desde mi principio con arreglo a un tono fundamental y puesta bajo el signo de un solo astro. Tanto si mi existir externo tomaba buenos rumbos como si éstos eran equivocados, mi vida íntima quedaba siempre inalterada. Aunque yo fluctuase durante largos espacios de tiempo por aguas extrañas, sin tener entre manos ningún instrumento ni cuaderno de música, sin embargo, a cada instante había una melodía en mi sangre y en mis labios, un compás y un ritmo en mi aliento y en mi vida. Por muy ansiosamente que buscase a través de otros muchos senderos de la redención, el olvido o la liberación, por muy grandes que fuesen mi sed y mi anhelo de Dios, de comprensión y de paz, todo esto lo hallaba una y otra vez exclusivamente en la música. No era menester que se tratara precisamente de Beethoven o de Bach, no; el mero hecho de que la música existía en el mundo y de que un ser humano pueda conmoverse por la armonía de sus sones hasta lo más hondo de su corazón y sentirse compenetrado con ella, estas solas realidades han significado para mí siempre una consolación profunda y una justificación de la existencia. ¡La música...! Concibes una melodía, la cantas mentalmente, ¡sólo mentalmente!, y embebes todo tu ser en ella, de suerte que toma posesión de todos tus movimientos y energías; durante esos momentos en que vive en ti apaga todo lo azaroso, maligno, brutal y triste que pueda haber en tu interioridad; hace vibrar el mundo al unísono, convierte en leve lo pesado y lo rígido en alígero... ¡Todo eso lo consigue la simple melodía de una canción popular! Y no hablemos de la armonía; cada acorde eufónico de armonía pura, como en un repique simultáneo de campanas, llena el alma de gracia y de acorde; es más, puede en ocasiones enardecer el corazón y hacerle estremecerse de delicia hasta un extremo no logrado por deleite alguno».
Hermann Hesse, Gertrudis, 1910.
Gene Chandler - Duke of Earl
Imagen: Pablo Picasso, Músicos con máscaras, 1921.
Etiquetas: Hermann Hesse, Libros, Música
miércoles, 20 de junio de 2007
El pequeño vampiro


Como profesora de primaria, Sommer-Bodenburg ambicionaba convertir a sus alumnos en entusiastas lectores de libros, sobre todo a aquellos que apenas leían. Hablando con ellos averiguó qué tipo de libros les gustaría leer voluntariamente: tendrían que ser divertidos, estar llenos de suspense, y dar un poco de miedo. Con dicho objetivo y esos ingredientes concibió la historia de El pequeño vampiro, cuyo primer volumen vio la luz en la primavera de 1979. Desde entonces han ido apareciendo diecisiete más, se han vendido diez millones de ejemplares y se han traducido a una treintena de idiomas.

Estas singulares "aventuras de vampiros", de las que recuerdo haber leído al menos la mitad, llegaron a España gracias a la Editorial Alfaguara:
1) El pequeño vampiro.
2) El pequeño vampiro se cambia de casa.
3) El pequeño vampiro se va de viaje.
4) El pequeño vampiro, en la granja.
5) El pequeño vampiro y el gran amor.
6) El pequeño vampiro en peligro.
7) El pequeño vampiro y los visitantes.
8) El pequeño vampiro lee.
9) El pequeño vampiro y el paciente misterioso.
10) El pequeño vampiro en la boca del lobo.
11) El pequeño vampiro y la guarida secreta.
12) El pequeño vampiro y el enigma del ataúd.
13) El pequeño vampiro y la gran conspiración.
14) El pequeño vampiro y la excursión a Fosavieja.
15) El pequeño vampiro y la fiesta de Navidad.
16) El pequeño vampiro en el país del conde Drácula.
17) El pequeño vampiro baila que te mueres.
18) El pequeño vampiro y su noche de cumpleaños.
Mención especial merecen las ilustraciones hechas por Amelie Glienke. También otros personajes aparte de Anton y Rüdiger, como sus hermanos Anna y Lumpi, o la Tía Dorothee.



Estoy deseando tener hijos para "descubrirles" lecturas como éstas.
Etiquetas: Angela Sommer-Bodenburg, El pequeño vampiro, Libros
miércoles, 2 de mayo de 2007
Como churros
HECHOS PROBADOS
Que D. Ryoki, escritor brasileño de origen japonés, es el escritor vivo más prolífico (según el Libro Guinness de los Récords), con 1.074 novelas publicadas. Ítem más: que publica unas seis obras al mes y que, él solo, es el autor del 95% de los libros de bolsillo que se editan en Brasil. Ítem plus: que ha utilizado 39 seudónimos diferentes.
Que D. Ryoki cambia de teclado cada cinco meses, ya que al parecer los destroza por uso intensivo. Ítem más: que, según testimonio de XL Semanal, “en algunas fábricas y plantas de ensamblaje se prohíbe entrar a sus trabajadores con sus libros, porque enganchan tanto que el personal es capaz de dejar su trabajo para terminar de leerlo”.
Que, entre nosotros, D. César Vidal emula con bastante éxito a D. Ryoki. D. César ha publicado ya 127 libros y, sólo entre 2004 y 2005, publicó 27: más de uno al mes. Ítem plus: que los asuntos de los libros de D. César abarcan todos los ámbitos del conocimiento (racional e irracional) humano, de la república al antiguo Egipto o el Quijote, sin olvidar el Holocausto, el estalinismo, la cábala, Jesucristo, Paracuellos del Jarama, Durruti, el Talmud, las Brigadas Internacionales, etc.
FUNDAMENTOS DE DERECHO
Los hechos probados son constitutivos de los delitos de proliferación patológica y monopolio editorial. Es muy improbable que alguien lea más de un libro a la semana: en España sólo el 10% de la población lee más de 12 libros al año (mientras que el 28% lee entre 1 y 4; y el 21%, entre 5 y 12). Aun así, ese conjetural lector ávido emplearía más de 20 años en leer la obra de D. Ryoki, y no mucho menos tiempo en leer la de D. César, toda vez que si D. Ryoki tiene la amabilidad (y atenuante) de escribir novelas de unas 150 páginas, D. César endosa con probado ensañamiento mamotretos de no menos de 300. Pero, semejantes lecturas, ¿con qué provecho? ¿A qué estado quedaría reducida la masa encefálica de nuestro francamente deso-cupado lector? Y eso sin contar con que, mientras este hipotético lector insaciable lee sus obras, es más que seguro (impepinable, en términos jurídicos) que los empecatados y contumaces D. Ryoki y D. César seguirán añadiendo títulos y títulos a su producción, en una metástasis cancerosa que amenaza de muerte el buen orden de la comunidad cultural. El adagio legal afirma que lo peor que puede ser un libro es superfluo. ¿Qué decir entonces de unos mil libros de D. Ryoki o de al menos unos ciento y pico de D. César? ¿Son necesarios o inevitables? ¿Debemos resignarnos? ¿Puede la ley consentir la multiplicación cancerosa de sus obras y su colonización de todos los campos del saber? Si de algún escritor ha dicho otro, en su elogio, que era, más que un autor, “toda una literatura”, sin duda se refería a su calidad y novedad, así como a la amplitud de su visión, no a su simple cantidad y mucho menos a la ambición pueril y conmovedora de figurar en todos los estantes de una librería: desde las biografías a la novela, pasando por el esoterismo, la egiptología, los manuales de autoayuda y, si Dios no lo remedia, el sexo tántrico y las artes marciales.
ACUERDO
Que debo condenar y condeno a D. Ryoki y a D. César, como autores de delitos de proliferación patológica y monopolio editorial a la pena de leer con atención el relato “Bartleby el escribiente”, de Melville, así como la obra Bartleby, de Enrique Vila-Matas, dedicada a los escritores que deciden dejar de escribir. Esta medida tiende a la reha-bilitación de los delincuentes, inoculándoles el llamado “síndrome Bartleby”, que les permitiría su reinserción en la comunidad cultural.
Otrosí: que, puesto que las novelas de D. Ryoki ya están prohibidas en centros de trabajo, debo condenar y condeno a D. César a la pena accesoria de que sus obras sean prohibidas en establecimientos de hostelería, con el fin de facilitar la conversación en la barra de los bares, impidiendo el intercambio de opiniones atrabiliarias, reac-cionarias y expresadas con suficiencia, y garantizando así la indispensable pacífica convivencia entre bebedores.
Así lo pronuncio, mando y firmo.
Rafael REIG».
El Cultural, 8 de febrero de 2007.
Etiquetas: César Vidal, Libros, Ryoki Inoué
viernes, 27 de abril de 2007
Utopía

[...] Me acerco dos pasos,
ella se aleja dos pasos.
Camino diez pasos y el horizonte
se corre diez pasos más allá.
Por mucho que yo camine,
nunca la alcanzaré.
¿Para que sirve la UTOPÍA?
Para eso sirve: para caminar».
Etiquetas: Eduardo Galeano, Libros, Utopía
martes, 17 de abril de 2007
A buen entendedor, pocas palabras bastan

“[…] soy callada por naturaleza. De niña me tenían por respetuosa; de joven decían que era discreta. Más adelante pensaban de mi actitud que era una prueba de la sabiduría que aporta la madurez. Hoy en día el silencio se considera raro, y la mayoría de los miembros de mi raza han olvidado lo hermoso que es dar a entender mucho diciendo poco”
Toni Morrison, Amor, Mondadori, 2004.
Imagen: Guido Pietro da Muguello, San Pedro Mártir exhorta al silencio, 1441.
Etiquetas: Libros, Toni Morrison
sábado, 14 de abril de 2007
Planes frustrados

«Hasta el fin se repite siempre la ley que rige el destino de Balzac: sólo puede realizar sus sueños en los libros, nunca en su vida. Con indecibles esfuerzos, con desesperados sacrificios y ardiente expectación preparó esta casa para vivir en ella “veinticinco años” con la mujer que al final ha conquistado. En realidad, habitará en ella únicamente para morir. Instaló, enteramente de acuerdo con sus deseos, un gabinete para concluir la Comédie humaine. Tiene ante sí proyectos para más de cincuenta obras. Pero en este gabinete no escribirá ni una sola línea. La vista le falla por completo, y la única carta escrita en la rue Fortunée que de él poseemos es conmovedora. Está dirigida a su amigo Théophile Gautier y escrita por su esposa; sólo una línea de postdata fue penosamente garabateada por Balzac: “Ya no puedo leer ni escribir”.
Mandó hacer una biblioteca a partir de un carísimo armario taraceado, pero ya no es capaz ni de abrir un libro. Su salón está forrado de damasco dorado; Balzac quería recibir en él a lo más excelso de la alta sociedad de París. Pero nadie va a visitarle. Toda palabra ya es mucho pedir para él; y los médicos le prohíben hasta el pequeño esfuerzo de hablar. Organizó la gran galería con los cuadros de su estima con objeto de sorprender a París entero, que tendría que admirar la incomparable colección de allí se ha reunido en completo silencio. Se figuraba que iba a enseñar sus obras de arte, cuadro por cuadro, a sus amigos, a los escritores y a los artistas; soñaba con explicar todos los pormenores de la colección. Lo que imaginó que iba a ser un palacio concurrido se convirtió en una cárcel solitaria. Balzac está solo, acostado en la enorme casa; sólo de vez en cuando, tímida como una sombra, entra su madre para ver cómo se encuentra. Su esposa –todos los testigos concuerdan en señalarlo– manifiesta una total falta de verdadera solicitud […].
Las cartas que escribe a su hija revelan a las claras esta actitud. En ellas se habla frívolamente de encajes, aderezos o vestidos nuevos; casi no hay una palabra que indique verdadera preocupación por el moribundo. […]
Todos los que ven a Balzac saben que está irremediablemente perdido. Sólo una persona se niega a creerlo: el propio Balzac. Con su enorme optimismo, incluso ahora inalterable, ve el restablecimiento donde todos ven la muerte. Balzac está acostumbrado a dar esquinazo a las dificultades y a hacer posible lo imposible. Por eso mismo, ni siquiera ahora da por perdida la partida. […]
Balzac falleció la noche del 17 al 18 de agosto de 1850. Únicamente su madre estaba a su lado. Su esposa hace mucho que se había retirado a descansar. Su fin es viva imagen de la más horrenda soledad».
Stefan Zweig (1946), Balzac. La novela de una vida, Paidós, 2005.
Imagen: tumba de Honoré de Balzac en 3l cementerio de Père-Lachaise (París).
Etiquetas: Honoré de Balzac, Libros, Stefan Zweig
Puestos de libros

«Devorado por febril curiosidad, en París pasaba yo el día entero calle arriba, calle abajo, en compañía de un plano, estudiando las vías de aquella inmensa urbe, admirando la muchedumbre de sus monumentos, confundido entre el gentío cosmopolita que todas partes bullía. A la semana de este ajetreo ya conocía París como si fuera un Madrid diez veces mayor. Frecuentes paradas hacía en los puestos de libros, que allí son cajones exhibidos en los quais, a lo largo del Sena. El primer libro que compré fue un tomito de las obras de Balzac –un franco; Librairie Nouvelle–. Con la lectura de aquel librito, Eugenia Grandet, me desayuné del gran novelador francés, y en aquel viaje a París y en los sucesivos completé la colección de ochenta y tantos tomos, que aún conservo con religiosa veneración».
Benito Pérez Galdós, Memorias de un desmemoriado, 1916.
Imagen: Antoine Blanchard, Notre Dame.
Etiquetas: Benito Pérez Galdós, Libros
viernes, 13 de abril de 2007
Los sueños de Lucrecia

«Fue en la primavera de 1980, mientras trabajaba en los archivos de la Inquisición española en Madrid, cuando leí por primera vez acerca de la detención hace casi cuatrocientos años de una joven madrileña de veintiún años, Lucrecia de León. En los documentos del archivo no se mencionaban las causas de su detención, pero el Santo Oficio acusaba a Lucrecia de haber "inventado" una serie de sueños que supuestamente contenían diversas proposiciones blasfemas y heréticas, así como declaraciones sediciosas que dañaban el honor y la reputación del monarca español, Felipe II. Mi interés por el caso de Lucrecia se avivó aún más por unas referencias a lo que los inquisidores describían como "registros de sueños", un conjunto de cuadernos que contenían transcripciones de los sueños de Lucrecia desde noviembre de 1587 hasta su detención dos años y medio después. Posteriormente descubrí que tales registros no habían sido escritos por Lucrecia, sino que ésta había dictado diariamente sus sueños a varios sacerdotes. De esta manera, se recopiló un registro de más de cuatrocientos sueños que con posterioridad fue confiscado por la Inquisición.
Los sueños de Lucrecia no son, al menos superficialmente, del tipo que interesaría a un psicoanalista freudiano. Algunos son innegablemente autobiográficos y con toda probabilidad pueden clasificarse como sueños que contienen "residuos del día"; que ofrecen una visión breve de sus actividades diarias. Otros pueden considerarse idénticos a la clase que Freud describe en su ensayo "Family Romances", ofreciendo algunas ideas fragmentarias sobre la personalidad y la psique de Lucrecia. Estos sugieren que, aunque iletrada, fue una brillante, inteligente y ambiciosa mujer frustrada por la incompetencia de su padre, solicitador que trabajaba en Madrid, a la hora de velar por el bienestar de su familia. Lucrecia estaba enfadada con su padre por no haberle sabido dar una dote, e incluso por no haberle ayudado a encontrar un marido apropiado. En los sueños, Felipe II ocupa el lugar del padre y, en un típico caso de trastorno edíptico, se convierte en el objeto de la cólera de Lucrecia, que le culpa repetidamente de no haber tomado las medidas necesarias para el matrimonio de su propia hija, la infanta Isabel. Sin embargo, en su mayoría los sueños de Lucrecia no ofrecen lo que Freud describió como "un camino ideal para el conocimiento de las actividades subconscientes de la mente", y no se prestan a un análisis psicobiográfico.
La importancia real de estos sueños reside más bien en su crítica social y política de la España de Felipe II, y este estudio los aborda como observaciones de acontecimientos históricos. Además de fracasar como padre, el monarca aparece en los sueños como el origen de todos los males que Lucrecia ven en España: una iglesia corrupta, impuestos opresivos, falta de justicia para con los pobres y una débil defensa nacional. Los sueños también advierten de la inminente "pérdida" o "destrucción" del reino, anunciando que los problemas de Felipe II empezarán con la derrota de la Gran Armada -desastre que Lucrecia predice casi un año antes de que la Armada Invencible parta para Inglaterra en 1588. En sus sueños también prevé que España pronto será invadida por sus enemigos, tanto musulmanes como protestantes, y sugiere que todas estas calamidades son un castigo divino provocado por la política errónea y las faltas personales de Felipe II. Lucrecia llea incluso a presagiar la muerte del rey y de su legítimo heredero, el infante Felipe, la extinción de la rama española de los Austrias y la llegada de una nueva monarquía[...]».
Richard L. Kagan, Los sueños de Lucrecia. Política y profecía en la España del siglo XVI, Editorial Nerea, 1991.
Imagen: Gustave Courbet, La hamaca, 1844.
miércoles, 11 de abril de 2007
La princesa prometida
Haré lo imposible por explicarlo. Cuando era niño, los libros no me interesaban. Detestaba leer, no se me daba nada bien, y, además, ¿cómo dedicarse a la lectura cuando había montones de juegos que me esperaban? El baloncesto, el béisbol, las canicas: era incansable. Incluso llegué a ser bastante bueno. Si me daban una pelota y un patio vacío, era capaz de inventarme triunfos en el último segundo, triunfos que hacían saltar las lágrimas. El colegio era una tortura. La señorita Roginski, que fue mi maestra desde los cursos tercero al quinto, no paraba de decir a mi madre: «Tengo la impresión de que Billy no se esfuerza todo lo que debiera». O: «Cuando le pongo un examen, Billy lo hace realmente muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta su actitud en la clase». Incluso, y esto era lo más frecuente: «Señora Goldman, no sé qué vamos hacer con Billy».
«¿Qué vamos a hacer con Billy?». Esa pregunta me persiguió durante aquellos primeros diez años. Fingía que no me importaba, pero en el fondo me sentía petrificado. Todo el mundo y todas las cosas me dejaban de lado. No tenía amigos de verdad, ni una sola persona que compartiera conmigo mi desmesurado interés por los deportes. Parecía ocupado, muy ocupado, pero supongo que, si me hubieran preguntado, habría reconocido que, a pesar de tanto frenesí, me encontraba muy solo.
—¿Qué vamos a hacer contigo, Billy?
—No lo sé, señorita Roginski.
—¿Cómo es posible que suspendieras esta prueba de lectura? Yo misma te he escuchado utilizar cada palabra con mis propios oídos.
—Lo siento, señorita Roginski. A lo mejor es porque no estaba pensando.
—Siempre estás pensando, Billy. La cuestión es que no estabas pensando en la prueba de lectura.
Lo único que podía hacer era asentir.
—¿Qué ha ocurrido esta vez?
—No lo sé. No me acuerdo.
—¿Estarías otra vez pensando en Stanley Hack? (Stanley Hack era el tercer base de los Cubs de esta y de muchas otras temporadas. Lo había visto jugar en una ocasión, desde las gradas, e incluso a esa distancia, tenía la sonrisa más dulce que había visto jamás, y hasta el día de hoy, juraría que me sonrió varias veces. Lo adoraba. Además, bateaba como los dioses.)
—No, en Bronko Nagurski. Es un jugador de fútbol. Un gran jugador, y el periódico de anoche decía que a lo mejor vuelve a jugar otra vez para los Bears. Se retiró cuando yo era pequeño. Pero si volviera, y si lograse que alguien me llevase a un partido, podría verlo jugar y, a lo mejor, si quien me llevara lo conociese, tal vez lograría que me lo presentasen después, y a lo mejor, si tuviese hambre, podría invitarle a un bocadillo de los míos. Trataba de imaginarme qué tipo de bocadillo le gustaría a Bronko Nagurski.
La señorita Roginski se hundió en el asiento.
—Tienes una soberbia imaginación, Billy.
No sé qué le contesté. Probablemente «gracias» o algo por el estilo.
—Aunque no logro sacarle partido —prosiguió—. ¿Por qué será?
—Creo que a lo mejor es porque necesito gafas y no puedo leer, ya que veo las palabras muy borrosas. Eso explica por qué me paso todo el rato pestañeando. A lo mejor, si fuese a un oculista, podría recetarme gafas y, entonces, sería el mejor lector del curso y usted no tendría que hacerme quedar tantas tardes después de clase.
Se limitó a señalar detrás de ella y a ordenarme:
—Ponte a borrar las pizarras, Billy.
—Sí, señorita.
Lo de borrar pizarras se me daba de maravilla.
—¿Las ves borrosas? —me preguntó la señorita Roginski al cabo de un rato.
—¡No, qué va! Me inventé la historia.
Tampoco pestañeaba nunca. Pero la señorita Roginski parecía muy mosqueada. Siempre lo parecía. Llevábamos así tres cursos.
—No sé por qué, pero no logro entenderte.
—Usted no tiene la culpa, señorita Roginski.
(No la tenía. A ella también la adoraba. Era regordeta, pero recuerdo que por aquel entonces deseaba que fuera mi madre. No era mi madre, sino simplemente mi maestra, y yo era en su vida su zona personal de evidente fracaso.)
—Ya verás como mejoras, Billy.
—Eso espero, señorita Roginski.
—Eres de los que tardan en florecer, eso es todo. Winston Churchill tardó en florecer y a ti te pasa lo mismo.
Estuve a punto de preguntarle en qué equipo jugaba, pero hubo algo en su tono de voz que me convenció de que era mejor que no lo hiciese.
—Y Einstein.
A ése tampoco lo conocía. Tampoco sabía lo que quería decir con eso de «tardar en florecer». Pero deseé con toda mi alma ser de los que tardan en hacerlo.
A los veintiséis años, mi primera novela, titulada The Temple of Gold (El templo del oro), apareció en Alfred A. Knopf. En fin, antes de que saliera la novela, los del departamento de publicidad de Knopf estaban hablando conmigo, tratando de dilucidar qué hacer para justificar sus sueldos, y me preguntaron a quiénes podían enviar ejemplares del libro para que pudieran erigirse en fuente de opinión. Les contesté que no conocía a nadie que pudiera hacerlo. Entonces ellos me replicaron: «Piensa, todo el mundo conoce a alguien». Me entusiasmé mucho cuando se me ocurrió la idea y les dije: «De acuerdo, enviadle un ejemplar a la señorita Roginski». Cosa que me pareció lógica, porque si alguna vez ha existido una persona que me forjara las opiniones, ésa fue la señorita Roginski. (Por cierto, aparece a lo largo de toda la novela El templo del oro, sólo que le puse «señorita Patulski»; entonces también era creativo.)
—¿Quién? —me preguntó aquella chica de publicidad.
—Es una antigua maestra que tuve. Le envías un ejemplar y yo se lo firmaré, y puede que incluso le escriba una...
Estaba realmente entusiasmado, hasta que aquel tío de publicidad me interrumpió diciéndome:
—Nos referíamos más bien a alguien del panorama literario nacional.
—Envíale un ejemplar a la señorita Roginski, por favor. ¿Vale? —insistí en voz muy baja.
—Sí —repuso él—. Claro, faltaría más.
¿Os acordáis que no pregunté en qué equipo jugaba Churchill por el tono de su voz? En aquel momento, creo que a mí también me salió aquel tono. En fin, algo debió de ocurrir, porque el tipo apuntó de inmediato el nombre de mi maestra y me preguntó si se escribía con «i» latina o con «y» griega.
—Con «i» latina —contesté.
De inmediato hice un repaso de aquellos años, tratando de pensar una dedicatoria fantástica para mi maestra. Ya sabéis, algo inteligente, modesto, brillante, perfecto. Algo así.
—¿Y su nombre de pila?
Eso me hizo volver a la realidad. No sabía su nombre de pila. Siempre la había llamado señorita. Tampoco sabía su dirección. Ni siquiera si seguía viva o no. Hacía diez años que no iba a Chicago; era hijo único, mis padres habían fallecido, ¿a quién le hacía falta Chicago?
—Envíalo a la Escuela Primaria de Highland Park —le dije.
Y lo primero que se me ocurrió escribirle fue: «Para la señorita Roginski, una rosa de quien tardó en florecer», pero después me pareció demasiado presuntuoso, o sea, que decidí que «Para la señorita Roginski, una mala hierba de quien tardó en florecer» sería más humilde. Demasiado humilde, decidí luego, y ese día me dejé de ideas brillantes. No se me ocurrió nada. Después me asaltó la idea de que tal vez no se acordara de mí. Al final, ya al borde de la desesperación, terminé escribiendo: «Para la señorita Roginski de William Goldman. Usted me llamaba Billy y decía que era de los que tardan en florecer. Le envío este libro; espero que le guste. Fue usted mi maestra en tercero, cuarto y quinto cursos. Muy agradecido. William Goldman».
El libro se publicó y fue un fracaso; me encerré en casa y me derrumbé, pero uno acaba adaptándose. El libro no sólo no me situó en la lista de autores más modernos desde Kit Marlowe, sino que para colmo nadie lo leyó. Bueno, a decir verdad, lo leyó cierto número de personas a las que yo conocía. Pero me parece que es más prudente señalar que ningún extraño llegó a saborearlo. Fue una experiencia demoledora y reaccioné como ya he dicho. O sea, que cuando me llegó la nota de la señorita Roginski —tarde, porque la enviaron a Knopf y ellos la retuvieron durante un tiempo— necesitaba realmente que alguien me subiera la moral.
«Apreciado señor Goldman: Gracias por el libro. Todavía no he tenido tiempo de leerlo, pero estoy segura de que es un bonito esfuerzo. Por supuesto que me acuerdo de usted. Me acuerdo de todos mis alumnos. Atentamente, Antonia Roginski.»
Qué desilusión. No se acordaba de mí. Me quedé sentado con la nota en la mano, completamente derrumbado. La gente no se acuerda de mí. De verdad. No es paranoia; simplemente paso por las memorias sin dejar huella. No me importa demasiado, aunque supongo que miento; sí me importa. No sé por qué motivo, en esto del olvido obtengo una muy alta puntuación.
O sea, que cuando la señorita Roginski me envió aquella nota que la igualaba al resto de la gente, me alegré de que nunca se hubiese casado; de todos modos nunca me había caído bien, siempre había sido una pésima maestra, y se tenía más que merecido que su nombre de pila fuera Antonia.
«No iba en serio», dije en voz alta en ese mismo momento. Me encontraba solo en mi despacho de una sola habitación, en el maravilloso West Side de Manhattan, hablando conmigo mismo. «Lo siento, lo siento —proseguí—, tiene que creerme, señorita Roginski.»
Lo que ocurrió entonces fue que por fin había leído la posdata.
Aparecía en el dorso de la nota de agradecimiento y decía así: «Idiota. Ni siquiera el inmortal S. Morgenstern pudo sentirse más paternal que yo».
¡S. Morgenstern! La princesa prometida. ¡Se acordaba de mí!
Escena retrospectiva.
1941. Otoño. Estoy un tanto irritable porque mi radio no capta los partidos de fútbol. El Northwestern se enfrenta al Notre Dame; empezaba a la una, es ya la una y media y no hay manera de sintonizar el partido. Música, noticias, radionovelas, de todo menos el gran acontecimiento. Llamo a mi madre. Viene. Le digo que mi radio está averiada, que no logro sintonizar el Northwestern-Notre Dame.
«¿Te refieres al partido de fútbol?», me pregunta. «Sí, sí, sí», le contesto.
«Pues hoy es viernes —me dice—. Creí que jugaban el sábado.»
¡Si seré idiota!
Me recuesto en la cama, escucho las radionovelas y al cabo de un rato intento volver a sintonizarlo, y la estúpida de mi radio va y capta todas las emisoras de Chicago menos la que transmite el partido de fútbol. Me pongo a gritar, y mi madre entra otra vez hecha una fiera. «Tiraré la radio por la ventana —le digo—. ¡No lo coge, no lo coge! ¡No logro sintonizarlo!» «¿Sintonizar qué?», pregunta mi madre. «El partido de fútbol —contesto yo—. Pareces tonta, el paaaartiiidooo.» «Juegan el sábado, y cuidadito con lo que dices, niño —me advierte mi madre—. Ya te he dicho que hoy es viernes.» Vuelve a marcharse.
¿Alguna vez ha existido un infeliz tan grande?
Humillado, giro la sintonía de mi fiel Zenith, y trato de encontrar el partido de fútbol. Fue tan frustrante que me quedé ahí acostado, sudando y con el estómago raro, aporreando la parte superior de la radio para que funcionara. Y así fue como se dieron cuenta de que deliraba a causa de una pulmonía.
Las pulmonías de ahora no son como las de antes, sobre todo cuando yo la tuve. Estuve unos diez días ingresado en el hospital y después me enviaron a casa para pasar un largo período de convalecencia.
Me parece que todavía estuve otras tres semanas más en cama, un mes quizá. No me quedaban energías, ni siquiera para jugar.
No era más que un pelmazo en período de recuperación de fuerzas.
Punto.
Así es como tenéis que imaginarme cuando me encontré con La princesa prometida.
Era la primera noche que pasaba en casa después de salir del hospital. Exhausto; seguía siendo un enfermo. Entró mi padre, supuse que a darme las buenas noches. Se sentó a los pies de mi cama.
—Capítulo uno. La prometida —dijo.
Sólo entonces levanté la vista y vi que llevaba un libro. Eso, por sí solo, era sorprendente. Mi padre era casi, casi, analfabeto.
—¿Eh? ¿Cómo? No te he oído.
Estaba muy débil y terriblemente cansado.
—Capítulo uno. La prometida —y levantó el libro—. Te lo voy a leer para que te relajes. —Prácticamente me metió el libro en la cara—. De S. Morgenstern. Un gran escritor florinés. La princesa prometida.
Él también se vino a América. S. Morgenstern. Murió en Nueva York. Escribió el libro en inglés. Hablaba ocho lenguas. —Cuando lo dijo, mi padre dejó el libro y me enseñó los dedos—. Ocho.
—¿Habla algo de deportes?
—Esgrima. Lucha. Torturas. Venenos. Amor verdadero. Odio.
Venganzas. Gigantes. Cazadores. Hombres malos. Hombres buenos.
Las damas más hermosas. Serpientes. Arañas. Bestias de todas clases y aspectos. Dolor. Muerte. Valientes. Cobardes. Forzudos. Persecuciones. Fugas. Mentiras. Verdades. Pasión. Milagros.
—Suena bien —dije, y medio cerré los ojos—. Haré lo posible por no dormirme..., pero tengo muchísimo sueño, papá...
¿Quién puede saber cuándo va a cambiar su mundo? ¿Quién es capaz de decir antes de que ocurra, que todas las experiencias anteriores, todos los años pasados, fueron una preparación para... nada?
Imaginaos lo siguiente: un anciano casi analfabeto que lucha con un idioma enemigo, un niño casi exhausto que lucha contra el sueño.
Y entre ambos sólo las palabras de otro extranjero, traducidas con dificultad de los sonidos nativos a los de otra lengua. ¿Quién podía sospechar que por la mañana ese niño se despertaría siendo distinto?
De lo único que me acuerdo es de que traté de vencer la fatiga.
Incluso al cabo de una semana no me había dado cuenta de lo que había comenzado aquella noche, de las puertas que se cerraban de golpe mientras otras se abrían. Tal vez debí haber intuido algo, o tal vez no; ¿quién puede presentir la revelación en el aire?
Lo que ocurrió fue simplemente esto: la historia me enganchó.
Por primera vez en mi vida, sentía un interés activo por un libro.
Yo, el fanático de los deportes; yo, el enloquecido por los partidos; yo, el único niño de diez años de Illinois que odiaba el alfabeto pero que quería saber qué ocurría después.
¿Qué fue de la hermosa Buttercup y del pobre Westley y de Íñigo, el más grande espadachín de la historia mundial? ¿Y cuán fuerte era en realidad Fezzik? ¿Tendría límites la crueldad de Vizzini, el endiablado siciliano?
Todas las noches mi padre me leía un capítulo tras otro, luchando siempre para que las palabras sonaran correctamente, para atrapar el sentido. Y yo yacía allí tumbado, con los ojos entrecerrados, mientras mi cuerpo recorría lentamente el largo camino que le devolvería las fuerzas. Como ya he dicho, la convalecencia duró aproximadamente un mes, y en ese tiempo, mi padre me leyó dos veces La princesa prometida. Aunque podía leer yo solo, este libro era suyo. Jamás se me habría ocurrido abrirlo. Quería escucharlo con la voz de mi padre, con sus sonidos. Más tarde, incluso muchos años más tarde, en ocasiones solía decir: «¿Qué tal si me lees el duelo que Íñigo y el hombre de negro sostienen en el acantilado?». Y mi padre acostumbraba a gruñir y mascullar, se iba a buscar el libro, se humedecía el pulgar con la lengua, y volvía las páginas hasta que empezaba la fantástica batalla. Me encantaba. Incluso hoy, cuando necesito evocar el recuerdo de mi padre, así es como lo hago. Y lo veo encorvado, esforzando la vista y deteniéndose ante una palabra difícil, tratando de ofrecerme la obra maestra de Morgenstern lo mejor que podía. La princesa prometida le pertenecía a mi padre.
Todo lo demás era mío.
No hubo historia de aventuras que se salvara de mí.
«No puede ser —le decía a la señorita Roginski cuando me restablecí—.
Sigue recomendándome a Stevenson cuando ya me lo he leído todo. ¿A quién leo ahora?»
«Prueba con Scott —me sugería ella—, y vamos a ver si te gusta.»
Y yo probaba con el viejo sir Walter y me gustaba lo suficiente como para tragarme media docena de libros en diciembre (gran parte del mes tenía vacaciones de Navidad, por lo tanto, no tenía que interrumpir la lectura nada más que de vez en cuando para comer algo).
—¿Y ahora quién más?
—Tal vez Cooper —me decía ella.
Y yo venga a leer El cazador de ciervos y todo lo demás sobre los rastreadores y un buen día me topé con Dumas y D’Artagnan y esos dos tíos me tuvieron entretenido gran parte de febrero.
—Te has convertido en un adicto a la novela ante mis ojos —me dijo la señorita Roginski—. ¿Sabes que ahora te pasas más tiempo leyendo del que solías pasarte jugando? ¿No te das cuenta de que están empeorando tus notas de matemáticas?
No me importaba cuando me criticaba. Estábamos solos en la clase, y la perseguía para que me sugiriese a alguien interesante que devorar.
Meneó la cabeza y me dijo: «Billy, no cabe duda de que estás floreciendo delante de mis propios ojos. La cuestión es que no sé en qué te convertirás».
Yo me quedé ahí esperando a que me dijera el nombre de algún autor.
—Eres insoportable, mira que quedarte ahí esperando... —se detuvo un segundo para pensar—. Está bien. Prueba con Hugo, El jorobado de Notre Dame.
—Hugo —dije yo—. El jorobado. Gracias. —Me volví dispuesto a salir corriendo hacia la biblioteca. Mientras me iba, la oí suspirar:
—Esto no durará. No puede durar.
Pero duró.
Y dura aún hoy. Soy tan fanático de las aventuras ahora como lo era entonces y esto nunca tendrá fin".
William Goldman, La princesa prometida, 1973.
Etiquetas: La princesa prometida, Libros, Películas
Magia... potagia

Su autor fue Luca Pacioli (1445-1514?/1517?), un monje franciscano que compartió alojamiento e ideas con Leonardo da Vinci, y que se supone que ayudó al artista a pintar La última cena, según el rotativo inglés The Guardian. El texto acaba de ser traducido al inglés por primera vez. "Funda no sólo la magia moderna sino también los puzzles numéricos", ha comentado Singmaster. "No sabemos por qué, pero este importante texto ha estado oculto en la Universidad de Bolonia, suponemos que desde los tiempos de Pacioli", ha añadido.
Pacioli lo escribió en italiano entre 1496 y 1508 y contiene la primera referencia a los juegos de naipes e instrucciones para efectuar malabares, tragar fuego, introducir las manos en plomo fundido y hacer que unas monedas bailen. Y, como curiosidad, anota la primera mención de que Leonardo era zurdo.
El texto no se había publicado hasta ahora y desde la Edad Media sólo lo han podido consultar unos pocos eruditos que han accedido a los archivos de la universidad. Han sido necesarios ocho años de trabajo, varios traductores y miles de libras para verter el texto al inglés. El dinero lo ha puesto el Centro de investigación de las artes del conjuro de Nueva York. Su fundador ha señalado que el volumen de Pacioli "es el primer gran manual que se ocupa de enseñar cómo ejecutar la magia".
"La fuentes sobre métodos mágicos se remontan al menos el siglo primero, pero este libro no sólo enseña los trucos sino que también da una idea sobre cómo se deben representar para entretener al público", ha señalado.
Convivencia con Leonardo en Milán
Pacioli, nacido en Toscana en 1445, era profesor de matemáticas itinerante y conoció a Da Vinci en Milán en 1496, con el que convivió durante varios años. Pacioli le enseñó matemáticas y geometría, e incluso colaboró con él en muchos proyectos, incluido De divina proportione (1509), que ilustró el propio artista. A Pacioli también se le atribuye la paternidad de la contabilidad de doble entrada, la técnica básica de la contabilidad moderna, gracias a su libro Summa.
El volumen está dividido en problemas matemáticos, puzzles y trucos, y versos y proverbios. Incluye instrucciones sobre cómo escribir en código o trazar versos en los pétalos de una rosa, lavarse las manos en plomo fundido y hacer bailar un huevo sobre una mesa, y también muestra algunos de los primeros ejemplos de puzzles numéricos de Europa. El mismo Pacioli señala en el libro es una recopilación de informaciones de obras anteriores, algunas del propio Leonardo. Lori Pieper, la principal traductora del manuscrito, ha precisado que la relación creativa entre Da Vinci y Pacioli fue recíproca: el franciscano "también proporcionó invenciones a Leonardo", señala, "aprendieron el uno del otro".
El manuscrito revela una anécdota inédita sobre Da Vinci. "Leonardo trabajaba como arquitecto e ingeniero general para César Borgia (el hijo ilegítimo del papa Alejandro VI), que pretendía establecer un nuevo Estado en Italia [que unificara todos los territorios] en 1502. Durante un viaje se encontraron ante un río y Da Vinci discurrió rápidamente la manera de utilizar troncos para construir un puente; es la primera vez que oímos hablar de esta historia", explica Carlo Pedretti, un destacado historiador del arte, que estudió el texto original en Bolonia en 1954.
"Es un documento muy importante. Muestra cuánto le gustaban a Da Vinci los juegos y los trucos, pero sólo si tenían una base científica. También es un texto muy importante desde el punto de vista de su trabajo, ya que menciona La última cena", añade Pedretti.
La traducción de De viribus quantitatis se publicará el año que viene para coincidir con su 500 aniversario. De momento, se puede consultar el ejemplar depositado en el Centreo de investigación de las artes del conjuro de Nueva York».
Fuente: "El texto de magia más antiguo del mundo", El País, 11 de abril de 2007 .
Imagen: Jacopo de'Barbari, Retrato de Luca Pacioli.
Etiquetas: Libros, Luca Pacioli, Magia
martes, 10 de abril de 2007
Sendas diferentes

«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya».
Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte, 1942.
Etiquetas: Camino José Cela, Libros
jueves, 5 de abril de 2007
Mira por dónde

«Detesto por encima de todo a los que abusan del rarito o del disidente sin más justificación que la superioridad de su fuerza o de su número. Desconfío de todos los colectivos masificados, de los entusiasmos gremiales, de las identidades homogéneas, de cuantos se sienten exaltados en el grupo porque se parecen a los demás: yo nunca me he parecido a ellos ni quiero parecerme».
Fernando Savater, Mira por dónde. Autobiografía razonada, Madrid, Taurus, 2003.
Etiquetas: Fernando Savater, Libros
lunes, 2 de abril de 2007
Condena

«Han sido vistas las diligencias seguidas contra Doña Carmen Calvo y ha sido probado y así se declara como:
HECHOS PROBADOS
1.- Que Dª. Carmen finalmente se ha rendido ante la Unión Europea y ha incluido el canon por préstamo para las bibliotecas públicas. Que por tanto las bibliotecas públicas deberán abonar 20 céntimos adicionales por cada ejemplar que compren. Se calcula que esto supondrá un gasto de 1.400.000 euros anuales. Ítem más: que dicha cantidad se repartirá entre autores (70%) y editores (30%).
2.-Que Dª. Carmen ha dicho que “en ningún caso se le cargará al ciudadano a través de las bibliotecas públicas dicho canon porque lo pagará, si no hay otra alternativa, el propio Ministerio”. Ítem plus: que el coste del canon finalmente lo asumirán el Ministerio de Cultura y las Comunidades, pero insiste en que no lo pagará el ciudadano, de lo que debe concluirse que el Ministerio de Cultura y las Comunidades tienen fuentes de financiación secretas (acaso turbias) a través de las cuales obtienen ingresos que no proceden “en ningún caso” de los contribuyentes.
3.-Que, si bien dicho canon pretende proteger los derechos de los autores, más de cien escritores han expresado públicamente su rechazo al canon por préstamo bibliotecario, entre ellos: Juan Madrid, Belén Gopegui, Mateo Díez, Rosa Regás, Isaac Rosa, Maruja Torres, Martín Garzo, etc.
FUNDAMENTOS DE DERECHO
Los hechos probados son constitutivos del delito de maquinación para impedir la lectura. Las bibliotecas adquieren libros y, al hacerlo, ya satisfacen los correspondientes derechos de autor. Este canon añadido graba, por tanto, el préstamo. Es decir, penaliza la posibilidad de que un libro tenga varios lectores, que es precisamente el único objetivo y la verdadera razón de ser de las bibliotecas. Ningún autor en su sano juicio pretende cobrar derechos si un mismo libro lo lee más de una persona o incluso si una misma persona lo lee dos veces, y todos los escritores reconocen la decisiva importancia de las bibliotecas públicas para promover la lectura y elevar el nivel cultural de una sociedad. El canon por préstamo es un indudable ataque frontal a la cultura y al interés público, en beneficio de la codicia mercantilista y el lucro privado que caracterizan el espíritu de la Unión Europea. En lugar de promover el uso público y compartido de los libros y la multiplicación del número de lectores de cada libro, el canon penaliza el libre acceso al patrimonio cultural y lesiona gravemente los intereses de los autores y de los lectores. El asombroso convencimiento de Dª. Carmen de que el dinero del Ministerio no es dinero de los ciudadanos roza también lo delictivo: ¿habrá creído acaso que es suyo? ¿Lo obtiene el Ministerio de donantes anónimos o de inconfesables negocios que lleva a cabo? ¿Lo transfieren con generosidad ciudadanos de otros países? Las consecuencias de esta medida, por otra parte, deteriorarán más si cabe la red bibliotecaria española, ya que se dispondrá de menos presupuesto para la adquisición de libros y es más que probable que perjudique a los autores menos comerciales, toda vez que la política de compras de las bibliotecas tenderá a preferir los libros de mayor circulación. Si parece razonable que haya que pagar para adquirir un libro, resulta en cambio desorbitado que se imponga un canon, como si fuera una sanción o una multa, por el simple hecho de leer un libro de una biblioteca pública. ¿Habrá que pagar también por tararear una canción en la ducha? ¿Por recitarle un poema a tu novia de un libro que ella no ha comprado? ¿Por leer en el autobús por encima del hombro de otro pasajero? ¿Hasta dónde pretenden llegar?
ACUERDO
Que debo condenar y condeno a Dª. Carmen Calvo, como autora de un delito de maquinación para impedir la lectura, a la pena de cambiar una preposición en el nombre de su Ministerio, que pasará a llamarse Ministerio contra la Cultura; con la pena accesoria de declarar públicamente cada semana los libros (también valen tebeos) que hubiere leído, aportando un resumen y valoración de los mismos redactado por ella misma ante testigos. Otrosí: dichos documentos se publicarán en las más prestigiosas revistas humorísticas de la nación.
Así lo pronuncio, mando y firmo
Rafael REIG».
Fuente: http://www.elcultural.es/HTML/20070329/Letras/Letras20127.asp
Imagen: Pierre-Auguste Renoir, The picture book, 1895.
Etiquetas: Libros
domingo, 11 de marzo de 2007
Memorias de un desmemoriado
A tales escrúpulos respondí yo:
-Simplón, no temas dar a la publicidad los recuerdos que salgan luminosos de tu fatigado cerebro y abandona los que se obstinen en quedarse agazapados en los senos del olvido, que ello será como si una parte de mi existencia sufriese temporal muerte o catalepsia, tras de la cual resurgirá la vida con nuevas manifestaciones de vigorosa realidad.
Asintió a este parecer mi fiel amigo, y no tardó en enviarme el primer capítulo de sus desmemoriadas memorias, que a continuación verá el ocioso lector».
Benito Pérez Galdós, Memorias de un desmemoriado, 1915-1916.
Etiquetas: Benito Pérez Galdós, Libros, memoria
jueves, 22 de febrero de 2007
El puente enigmático

Hace unos días Maite me propuso seguir un juego en el que ella se ha visto implicada: copiar las cinco primeras líneas de la página 123 del libro que estuviera leyendo. He aquí el resultado de mi partida:
"[...] Hace menos de un siglo no había adolescencia, se pasaba de la infancia a la edad adulta a los siete u ocho años, después de adquirir el uso de razón como por arte de magia. Hoy se reconoce que los adolescentes atraviesan un puente enigmático [...]".
Luis Rojas Marcos, La fuerza del optimismo, Aguilar, 2005.
Como entiendo que se trata de hacer una cadena, trato de sumar los siguientes eslabones: Jesús Jerónimo, Desconvencida, Pies Diminutos, Detective amaestrado y mi hermana Clara.
Imagen: Charles Lacoste, The Shadow Hand, 1896.
Etiquetas: Adolescencia, Juegos, Libros
martes, 13 de febrero de 2007
Intuir el espíritu
Nikolaus Harnoncourt & Vienna Philharmonic Orchestra plays Mozart Symphony No.41 "Jupiter" first half of 4th Movement. Live concert at the Suntory Hall, Tokyo, Japan in November 11th, 2006.
«La música, como cualquier arte, está directamente ligada a su tiempo, es únicamente la expresión viva de su tiempo, y sólo es entendida íntegramente por sus contemporáneos. Nuestra “comprensión” de la música antigua sólo nos permite intuir el espíritu a partir del cual surgió. Como vemos, la música se corresponde siempre con la situación espiritual de su tiempo».
Nikolaus Harnoncourt, La música como discurso sonoro. Hacia una nueva comprensión de la música, Barcelona, Ediciones El Acantilado, 2007.
Etiquetas: Libros, Mozart, Música, Nikolaus Harnoncourt
¡Arremangaos, que hay trabajo para todos!»
Gianni Rodari, "Historia Universal", en Cuentos por teléfono, Barcelona, Editorial Juventud, 1973.
Etiquetas: Cuentos, Gianni Rodari, Libros